Lola Hurtado. Óleo.


domingo, 22 de abril de 2012

Leyendo a Goethe la “Elegía de Marienbad”



Es difícil acercarse a Goethe sin sentir una cierta pequeñez. Quien es considerado no sólo como un autor clásico de la literatura universal, sino como primer representante de las letras alemanas, leyó, escribió, investigó y vivió lo que muchas personas juntas jamás alcanzarían.

         Poeta, novelista y autor teatral, estudió y también publicó sobre Anatomía, Botánica, Mineralogía y Geología. Su “Teoría de los colores” es uno de los libros más citados, aunque controvertidos, dentro de su producción  no literaria. Pero hay más. Como hombre de confianza del Gran Duque de Weimar, Carlos Augusto, desarrolló en aquel ducado una tarea política de primera fila. Escribió también  una obra autobiográfica (“Poesía y verdad”) y mantuvo frecuentes charlas con su fiel Eckermann, lo que llevó a que en sus “Obras completas” aparezca un título decisivo: “Conversaciones con Eckermann”. Si de otro gigante de la literatura europea, Shakespeare, conocemos bien su amplísima obra, pero mucho menos su biografía, de Goethe lo conocemos todo: su inmensa obra y su larga vida, cuyo inicio tuvo lugar en Frankfurt, el 28 de agosto de 1749, y acabó el 22 de marzo de 1832, en su casa de Weimar. Nietzsche dijo de él: “Goethe es el último alemán por el que yo siento respeto”.

                                     

         Por lo tanto, hay que escoger algún camino de los muchos que se ofrecen al visitante cuando se llega al mundo de Goethe, y el que marca el título de este escrito precisa como guía una mano de mujer. Es, probablemente, una buena manera de  acercarnos a quien quiso dar punto final a su obra más universal, “Fausto”, con estas palabras:

El eterno femenino nos impulsa hacia arriba.

 No se puede  hablar así sin haber celebrado, y sufrido, largamente el amor a la mujer, ni sin haber sido transformado por su misteriosa fuerza. Los amores de Goethe nos son bien conocidos, desde su juventud hasta los inicios de su ancianidad. Aquí sólo apuntaré cuatro nombres. Tres damas, de relevancia muy distinta en su “impulso hacia arriba”, y un sueño, aunque muy real, que a punto estuvo de hundirle.

         En 1772 conoció a la prometida de un amigo, Charlotte Buff, de la que se enamoró. Ella acabó casándose con su novio. Dos años más tarde, aparecía su obra más romántica y la de mayor éxito popular, “Las penas del joven Werther”. La amada del protagonista, no por casualidad, se llamaba Lotte. Werther la describe cortando rebanadas de pan para sus hermanos. Ésta fue también la primera imagen que tuvo Goethe de Charlotte Buff, quien tenía que cuidar de sus hermanos pequeños, huérfanos de madre.
        
         Carlota von Stein apareció en su vida en 1775. Tenía ya entonces siete hijos de un matrimonio infeliz. Goethe le llegó a escribir 1700 cartas y notas. Las de ella se han perdido en su casi totalidad. Para algunos biógrafos, fue una relación platónica. No para todos. En la gran influencia recíproca hay total coincidencia. Siete años mayor que él, murió cinco años antes. Sus respectivas casas en Weimar estaban muy cerca. Por tal motivo, y para ahorrarle una última tristeza, ella dejó escrito en su testamento que su cortejo fúnebre no pasara por delante de la mansión de Goethe.

         Christiane Vulpius fue probablemente la mujer más inesperada en el corazón del poeta. Corría el año 1788 y Goethe hacía poco que había regresado a Weimar tras un viaje de dos años por Italia. Estando un día en un parque del ducado, donde  era una figura conocida e influyente, se le acercó una joven que trabajaba en un taller de confección de flores para vestidos y cortinajes, y le suplicó que diera trabajo a un hermano suyo, que vivía en la mayor pobreza. Era una muchacha sencilla, alegre, amante del baile, con muy pocos estudios, huérfana de padre, habitante de un mundo desde el que la aristocracia del dinero y la cultura se veían muy lejanos. Goethe quedó prendado y pronto iniciaron una relación sin trabas, a la que aludió con estas palabras:

         Múltiples efectos causan las flechas del amor: unas rasguñan, y su lento veneno enferma largo tiempo el corazón. Pero otras penetran en la médula, inflaman la sangre, y a la mirada –como en aquellos tiempos en que dioses y diosas se amaban- sigue el deseo, sigue deleite al deseo.

                                     
         Pese a la inicial discreción, se acabó sabiendo en Weimar que Goethe vivía con una mujer con la que no estaba casado. No le importaron los juicios, los comentarios ni el escándalo. Se encerró en su casa con ella y continuó su obra literaria y sus investigaciones sobre los colores, la luz, las plantas... En sus versos respondió al vacío con que casi todo Weimar le pagó por su insolencia de vivir fuera del matrimonio, y con una mujer alejada de su condición social:

         Ahora tardaréis en descubrir el refugio que Amor, con regia protección, me ha dado. Aquí me cubre con sus alas; la amada no teme las airadas maledicencias.

         Sin embargo, un día Goethe decidió proponerle matrimonio. En cierto sentido, había descubierto más hondamente quién era su amada Christiane. La causa es bien conocida.

Era el año 1806. Las tropas de Napoleón ya habían llegado victoriosas al centro de Alemania. En octubre los ejércitos prusianos, y con ellos el Gran Duque de Weimar, son derrotados en Jena. Weimar es conquistada por los franceses el 14 de octubre. La misma noche, la gran casa de Goethe se llenó de algunos ciudadanos del ducado en busca de refugio, y de soldados franceses. Dos de éstos acabaron borrachos y, con las armas en la mano, subieron a su dormitorio en actitud violenta. Él fue sorprendido por la irrupción, pero Christiane, que había seguido a los soldados, se interpuso, les echó de la habitación y bloqueó la puerta. Pocos días después se casaron y en los anillos Goethe hizo grabar la fecha del incidente, transformada ya en recuerdo de un gran acto de amor.
  
Tendrían cinco hijos, pero sólo uno sobreviviría: August, quien acabaría haciéndole abuelo de tres nietos, frutos de su matrimonio con Otilia, en cuyos brazos precisamente moriría Goethe, un día de marzo de 1832. Sin embargo, su querida Christiane le había precedido bastante antes, en junio de 1816. Su dolor quedó así escrito:

         A mi alrededor, el silencio de la muerte y el vacío.

         Nuestro recorrido -incompleto- por la pasión amorosa del sabio de Weimar está llegando a su fin, mas un acto decisivo aún ha de tener lugar. El que llevó a Goethe a escribir una de sus obras poéticas más celebradas: “Elegía de Marienbad”.Y el que le tuvo a punto de ser abatido por el eterno femenino.

         1823. Era el tercer año consecutivo que Goethe pasaba el verano en el balneario de Marienbad. Algo nuevo le estaba sucediendo. Se lo explicaba en una carta a su gran amigo, y músico, Zelter, que pronto cobrará protagonismo en esta historia:

          Esta temporada en Marienbad, que tan corta se me ha hecho, me he sentido alegre, y como si hubiera vuelto a la vida.

         Y aludía a la importancia que la música estaba volviendo a tener en su alegría, tras dos años desconectado de ella. En Marienbad había conciertos, bailes, jolgorio, charlas, bullicio…y una joven, llamada Ulrike von Levetzov. Ella, su hermana y su madre, a quien Goethe conocía de mucho tiempo atrás, eran compañía habitual del poeta y causa de aquel “volver a la vida”. Pero el sentimiento íntimo de Goethe se desbocó:

¡Si alguna vez amor entusiasmó a un amante,
                   ello ocurrió conmigo del modo más hermoso!
(Elegía de Marienbad)

         Acabado el veraneo en Marienbad, madre e hijas regresan a Karlsbad. Goethe las sigue y se aloja junto a ellas. Prosigue sus encuentros, las conversaciones, y su pasión por Ulrike cada día crece más. Hasta el punto de que propondrá al Duque de Weimar, su amigo de tanto tiempo, que hable con la madre de Ulrike para pedirle su mano. Era un hombre de 74 años. Ella, una muchacha de 17. La petición desconcertó a la familia. La madre llegó a preguntar a su hija si ella deseaba ese matrimonio. La hija preguntó a la madre si ella quería que se casase con aquel gran hombre. Todas respetaban a Goethe. Y le querían. Pero nadie le veía como esposo de Ulrike. Ella sólo sentía el afecto que se puede sentir por un padre.

                                         
La respuesta a la petición de mano fue negativa, aunque delicada en la forma. Había que evitar herir a Goethe. Él aún permaneció en Karlsbad desde el 25 de agosto hasta el 5 de setiembre. Nada más se dijo sobre aquella pretensión. Coincidieron aquellos últimos días con el aniversario de Goethe. Y se celebró. Y Ulrike y su hermana le regalaron un vaso con sus nombres grabados, vaso que él conservaría hasta su muerte en su mesa de trabajo. Y hubo música, y flores, y pastel de cumpleaños, y unas botellas de su vino preferido. La señora Levetzov quería que Goethe partiera con un buen recuerdo. Más no podía hacer. Él, por su parte, sonreía y daba las gracias por las atenciones. En su interior, el drama estaba a punto de estallar con toda su fuerza.

         El 5 de setiembre inicia el viaje de regreso a Weimar. Era un día otoñal, ventoso y frío. En la calesa le acompañan su sirviente y su secretario. Ellos serán testigos de que en aquel trayecto, sin apenas palabras, Goethe escribía y escribía.

                    ¿Qué he de esperar ahora de una nueva visión,
                   de la flor todavía cerrada el día de hoy?
                   Ante ti están abiertos Paraíso e Infierno;
                   vacilan los sentidos en mi ánimo agitado.
                   No puedes dudar ya: a la puerta del Cielo
                   ella avanza, y te quiere elevar a sus brazos.

         El poeta calificó esta “Elegía de Marienbad” de “Diario de la vida interior”, pero esta confesión intensa de su gozo y su tormento por haber descubierto de nuevo el amor y por tener que aceptar que no le sería posible vivirlo, estuvo siempre tratada con el rigor de una gran obra literaria. En su versión original se aprecian las estrofas regulares de seis versos, con sílabas contadas y rimas constantes .Y aunque en las traducciones se pierda todo ello, sí alcanzamos a captar la magnitud del sentimiento que la había inspirado:

                   Perdí mi mundo y me he perdido a mí mismo,
                   y eso que fui hasta hace poco el predilecto de los dioses;
                   quisieron ponerme a prueba , me entregaron a Pandora,
                   tan rica en bienes y más rica aún en peligros;
                   me empujaron hacia la boca generosa,
                   me separan de ella y me destruyen.

         Con la privación de aquel sueño de amor, probablemente Goethe sentía que se estaba despidiendo para siempre de la mujer. Así que, en lo más profundo del otoño de Weimar, se vino abajo. Como un Don Quijote obligado a renunciar a sus andanzas de caballero, él también enfermó, sin que se supiera exactamente de qué. Su nuera estaba de viaje, su hijo no sabía qué hacer, los médicos no encontraban remedio. Y él se extinguía. Alguien tuvo entonces la idea de informar al que en aquellos momentos era su mejor amigo: el músico Zelter, a la sazón director del Real Instituto de Música Sacra de Berlín. Zelter había iniciado una gran amistad con el poeta en 1799, a raíz de haberle dado a conocer la música que había compuesto para dos poemas suyos. Cuando llegó a la casa del amigo enfermo, pronto captó la situación, y lo dejó escrito en una carta:

         ¿Con qué me encontré? Pues con alguien que parece que no tenga más que amor en el cuerpo, todo el amor y todos los sufrimientos de la juventud.

         Y por alguna razón misteriosa, a Zelter le fue concedida la fortuna de dar con la medicina que nadie encontraba. Se quedó varias  semanas con Goethe y le leía, una y otra vez, los versos de su "Elegía de Marienbad”. Pronto debió de sentir algo el poeta. Le dijo a Zelter que tenía buena voz, que leía muy bien sus poemas. Le pidió que siguiera haciéndolo. Zelter tomaba aquel cuaderno rojo, en que el mismo poeta había pasado a limpio su obra, y se sumergía una vez más en sus cantos:

                   Para ti es fácil, pensé entonces: por compañía
                   te dio un dios la gracia del momento,
                   y todos, en tu dulce compañía, se sienten
                   prestamente favoritos de la fortuna;
                   me horroriza la sospecha de alejarme de ti,
                  ¡de qué me sirve aprender tanta ciencia!

         Un día, incomprensiblemente, Goethe dejó de estar enfermo. Algo emergió de lo más hondo de sí mismo y curó la herida. Donde el fuego parecía definitivamente apagado, unas ascuas se movieron y encendieron de nuevo su existencia. Goethe se puso en pie y se dispuso a completar su obra. Escribiría aún una nueva novela de su personaje Wilhelm Meister, así como la segunda parte de “Fausto”. Más de ocho años de vida fértil tuvo por delante quien un día, postrado en su cama, parecía dispuesto a dejar toda esperanza, hasta que se escuchó a sí mismo en la voz de un amigo .

         Que ningún remedio le ayude  -explicó en aquellos días Zelter-.Que sea el propio dolor lo que le fortalezca y sane. ¡Y así fue, así es como ha sucedido!

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         Pero, ¿quién fue Zelter? De las biografías que he consultado, sólo una le da un cierto protagonismo en torno a los hechos que rodearon la creación de la “Elegía de Marienbad”: la de Stefan Zweig en “Momentos estelares de la humanidad”. Sin embargo, quise saber más de lo que en aquel gran texto se decía sobre quien interpretó el papel  de sanador  - quizá algo involuntario-  de aquel genio hundido.

         Carl Friedrich Zelter ofrecía un perfil biográfico insuperable. Fue albañil y músico. Maestro albañil y maestro de músicos como, por ejemplo, de Mendelssohn. Enfocó definitivamente su vida hacia el pentagrama y compuso conciertos, sinfonías, obras corales, música de iglesia y canciones. De éstas, algunas sobre poemas de Goethe. No se habían visto nunca, pero cuando Goethe oyó dos de ellas, quiso conocer al músico. Fue en 1799 y la amistad nacida entonces se mantuvo siempre viva. Su correspondencia alcanzó la cifra de 871 cartas. Otros músicos habían compuesto sobre textos de Goethe, y no precisamente principiantes: Schubert, Beethoven… Nada convenció tanto a Goethe como las composiciones del que sería su amigo. El poeta no quería excesos sonoros. Zelter decía “buscar la melodía que el poeta se representó al escribir los versos”. Dio con ella repetidas veces.

                                              
         Iluminemos un poco más la figura de este hombre en aquellos días de la enfermedad del autor de la "Elegía de Marienbad". Está dirigiendo en Berlín el Real Instituto de Música Sacra cuando alguien le escribe y le explica la extrema debilidad en que se halla el poeta. Aplaza sus obligaciones y viaja a Weimar. Llega a la casa de Goethe. Nadie sale a recibirle. Él mismo abre la puerta y va penetrando en aquel hogar demasiado solitario. Habla con el hijo, August, que le advierte de la gravedad y de su impotencia ante la situación. Su esposa, Otilia, está de viaje por causas familiares. Probablemente Zelter pronto comprende que Goethe no está recibiendo el afecto que necesita. Su visita no va a ser breve. Se quedará  junto al amigo. Le hablará, le escuchará, tocará el piano…y le leerá los versos cuyo origen era el mismo que el de su derrota. Cuando Goethe volvió a la vida, él subió a su silla de posta y regresó a Berlín.

         No quisiera acabar este recorte biográfico simplemente alabando el gesto de amistad de un hombre hacia otro. No faltaría a la verdad si lo hiciera, pero me parece que Zelter lo vivió con mucha naturalidad, como algo evidente y necesario, sin etiqueta ninguna de gran acción salvadora. Tampoco querría cerrarlo dando relevancia al hecho notable de que Zelter  falleciera el mismo año que Goethe, sólo dos meses después. No sabría ahora qué hacer con este dato.

         Creo, eso sí, que esta historia culmina con un gesto que valdría la pena subrayar, ni que sea tenuemente. El gesto de regalar tiempo, con discreción, a alguien muy estimado. De hecho, Zelter tan sólo se sentó al lado del amigo enfermo. Sin prisas y con paciencia. Una paciencia que tal vez había aprendido ya a los 14 años cuando, iniciándose en la albañilería, descubrió que un gran muro se levanta poco a poco, y hasta una casa entera puede erigirse con perseverancia.

         Lo importante acabó siendo que Zelter pasó muchas horas sentado  junto a la cama de Goethe. Por eso ocurrió que un día tomó el cuaderno rojo de la “Elegía de Marienbad” y empezó a leer.

        


sábado, 14 de abril de 2012

Al cerrar la luz



Que el olivo es seña de identidad de Andalucía, nadie podría dudarlo. Sin embargo, la importancia de la agricultura no ha de esconder que parte de su historia ha estado también ligada a las minas.

 Es el caso emblemático de la provincia de Jaén. Pese a ser la mayor productora de aceite del mundo, y disponer de más de medio millón de hectáreas de suelo cultivado, y pese a haber sido así inmortalizada por el verso de Miguel Hernández : “Andaluces de Jaén/aceituneros altivos”, muchos jiennenses han  subsistido hundiéndose en lo profundo de la tierra hasta encontrar sus limitados, pero necesarios, frutos, de sabor bien distinto a la aceituna. Hierro, cobre, plomo, incluso algo de plata, era lo que con tanto riesgo recogían mientras otros andaluces sobrevivían vareando los olivos.

Incluso algunos pueblos fueron modelados para este exclusivo fin. Compañías inglesas, propietarias en el siglo XIX y parte del XX de algunas minas, diseñaban pueblos con viviendas distintas, según el nivel y la situación social de los empleados. Viviendas para solteros, otras para obreros casados, otras para capataces, y algunas más lujosas para directivos e ingenieros. A ello se añadían los servicios comunitarios, como el hospital, el mercado, la farmacia, el economato, la iglesia, un cine, un cuartel de la Guardia Civil y, por supuesto, un casino, entendido como un lugar de encuentro para hombres, donde beber, charlar o discutir y jugar a las cartas o al dominó.

La historia que voy a contar ocurrió en un pueblo así y en una casa para obreros casados, hace ochenta años. Sólo nos falta un elemento más del lugar, que aquí va a cobrar un gran protagonismo: el cable aéreo. Se trataba de un medio de transporte desde la mina hasta los enclaves ferroviarios, que a la vuelta era aprovechado para llevar al pueblo carbón, madera y otros materiales para la mina. Creados a principios del siglo XX, estos cables aéreos salvaban grandes distancias (hasta 12 kilómetros), desde importantes alturas, con un paso no tan lento (2’5 metros por segundo) y, desde luego, no tan seguro.

                           

 Él se llamaba Antonio. Su esposa, María. Tenían ya un hijo y una hija, y cuando se inicia esta historia, estaban esperando el tercero, que sería una niña. Antonio trabajaba para la mina, pero no de minero. Era administrativo y ocupaba con su familia una de aquellas viviendas para obreros casados, propiedad de la empresa de la mina, a que antes me refería. A veces tenía que desplazarse para llevar documentos de un sitio a otro. De ahí vendrá todo.

No sé si en la legislación de aquella época era legal que los empleados se subieran a las vagonetas que transportaban por las alturas el plomo extraído en la mina. Ni cuántas veces esto se hacía. Al menos en una ocasión sí ocurrió. Iba Antonio con dos compañeros más rodando por el cable aéreo cuando se produjo el accidente. El cable se rompió. Dos de los trabajadores murieron. El tercero, Antonio, quedó seriamente herido. Su existencia, y la de su familia, cambió para siempre desde aquel día. Antonio salvó la vida pero no la salud. Al parecer, una astilla de sus costillas le perforó el pulmón y le hundió en una enfermedad permanente. Apenas salía. Se fatigaba mucho por poco que anduviera. Guardaba cama con frecuencia.

En ese tiempo nació la hija que estaba en camino antes del accidente. Creció viendo como algo natural que el padre siempre estuviera en casa. Cuando le llegó el tiempo de andar, era precisamente con su padre con quien caminaba. Ambos tenían el paso lento y el trayecto breve, aunque por razones bien distintas. Pero la niña se acostumbró a la mano del padre. Así fueron sus primeros pasos y sus primeros recuerdos. Mientras, la mina seguía siendo la razón de ser de aquel pueblo. Algunos de sus trabajadores visitaban con regularidad a Antonio.

                  
                  

         Uno de sus mejores amigos era Gregorio. Era más que amigo, casi hermano. Sus visitas eran frecuentes. Quizá por eso resultó tan difícil engañar a Antonio. Y fue que un día Gregorio murió inesperadamente. Decidieron no decírselo, pues en aquella misma época la salud de Antonio había empeorado. Pero, ¡ay!, la iglesia del pueblo no podía ser discreta y su campanario, como siempre hacía, redobló para anunciar un funeral. Antonio llamó a  su mujer, inquieto.

   María, ¿qué pasa?  ¿Por quién doblan las campanas?
   Es por la señora Vicenta, ya sabes, aquella mujer tan mayor.

La excusa que la esposa había urdido era fácil de sostener, pues
Antonio no tenía fuerzas para salir de casa en aquellos días. Al  principio pareció que la cosa había funcionado, pero pasaban los días y Gregorio no visitaba a su amigo como era costumbre. Cuando Antonio preguntaba por su amigo, se inventaban más pretextos, y es que Antonio estaba peor y nadie sabía cómo podría afectarle una noticia como aquélla, que cada vez era más difícil de dar. Al cabo de unos días de la muerte de Gregorio, ya no hizo falta seguir inventando mentiras piadosas.

         Antonio llamó a su mujer al dormitorio y le habló serenamente,  con una extraña seguridad.

   ¿Por qué me habéis engañado?
   ¿Engañado? ¿De qué hablas?
   Mi amigo Gregorio ha muerto y no me habéis dicho nada.

María, sin tiempo para pensar, aún quiso mantener su insensata
versión de los hechos.

   ¡Que no, que no se ha muerto! Mira, si quieres voy a buscarlo. No
sé si ahora lo encontraré, pero yo voy a buscarlo.
   Sí que ha muerto. Y ahora está en la ventana. Cuando cerréis la
la luz,  podrá entrar. Mi amigo ha venido a por mí.
   ¿Cómo me dices esas cosas? – la mujer lloraba desesperada.
   Es que estoy muy mal, María. Anda, escúchame lo que te voy a
decir. – Antonio parecía tenerlo todo tan claro-. Haz la cena. Luego que vengan a darme un beso los niños y te los llevas a la casa de la vecina.

         Todo se acabó haciendo como él decía. Al fin, Antonio y María se quedaron solos.

   Ahora ponme un cojín debajo de la cabeza y apaga la bombilla,
que con esta luz mi amigo no puede entrar .Y enseguida nos iremos los dos.

         María le besó, cerró la luz y, al poco, Antonio expiró.

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         Una mujer viuda con tres hijos, en un pueblo minero, año 1923. Para  adjudicarle una pensión, la empresa exigió la realización de la autopsia. María se negó rotundamente: “Después de lo que ha sufrido”.  Sólo le dieron seis meses de paga y tuvo, además, que abandonar la casa, que era propiedad de la empresa minera. En el camino hacia una nueva vida, parece ser que María le pidió alguna señal a su marido. Según cuentan, le llegó.

         He estado hablando con aquella niña de apenas tres años que iba siempre de la mano de su padre enfermo. Ochenta años después, ha dejado en mis manos su memoria viva de cuanto ocurrió en aquellos días y en aquella  noche en que el padre pidió que apagaran la luz.

         El olvido lo va a tener un poco más difícil para borrar la historia de esta última visita del amigo. Una visita para atravesar juntos ese muro que se nos aparece al final del camino de alguien querido, y en el que nuestras miradas, en la hora de la despedida, suelen rendirse impotentes. Como si creyéramos que es el fin del mundo.

martes, 3 de abril de 2012

Una mariposa en el coche de Murray Stein



Navegar por internet no debe de ser tan distinto de una improvisada excursión en metro por una ciudad con kilómetros de túneles. Te subes a un vagón en dirección norte y en cualquier momento te apeas, haces transbordo y ya vas dirección este, para al poco rato, volver a enlazar con otra línea que te lleva al sur o al oeste, o al fin del mundo. Y así indefinidamente, dando saltos en un mismo viaje: en una misma sesión.

         Es lo que nos ocurre cuando subimos a una página web y enlazamos con otra y con otra, a lomos de ratón, sin detenernos demasiado en ninguna, hasta que nos apeamos en aquélla que, de pronto, comprendemos que era nuestro destino desconocido. Y al llegar es muy posible que uno ya no recuerde por dónde ha ido haciendo transbordos. Sólo sabe que ha llegado la hora de quedarse quieto y poner más atención.

         Esto es lo que me ocurrió el día en que llegué a una estación llamada “Murray Stein”, en la que nunca me había bajado. No sé cómo empezó aquel viaje, pero al instante decidí tomarme el tiempo que hiciera falta. Valió la pena.

                                          
                                            
         Murray Stein es psicólogo, de la rama de los discípulos de Jung (este dato es importante, como se verá), escritor y conferenciante. Estudió en las universidades de Yale y Chicago, y  en el Instituto Carl G. Jung de Zurich. Ha sido Presidente de la Asociación Internacional de Psicoterapia Analítica. Dos de sus libros más conocidos son: “Principio de individuación” y el “Mapa del alma de Jung”. Ambos títulos están traducidos al castellano y no hacen más que confirmar la estrecha relación de este hombre con la obra de Jung. Es interesante saber cómo surgió este vínculo.

         A los 24 años Stein estudiaba Historia. La psicología no contaba apenas para él. Un día, a lo largo de una conversación sobre la propensión a la agresividad del género humano, alguien mencionó la teoría de la sombra de Jung .No sabía nada de él, por eso al día siguiente fue a una librería y sólo encontró un libro : “Recuerdos, sueños, pensamientos”, sus memorias. Y la vida de Murray Stein dio un giro definitivo:

         Desde que empecé a leer aquel libro,mi vida cambió definitivamente. Supe que la psicología de Jung era para mí.

         Creo que momentos como éste son escasos en nuestras vidas. Puede ser que en algunas ni lleguen a darse. Antoni Pascual (ver “Enlaces de interés”) los llamaba “sueño despierto” y muestran un momento de gran energía al descubrir un camino (una relación, una profesión, unos estudios, un lugar…) que se nos ofrece, casi como si nos estuviera esperando, y en el que deseamos con una convicción especial adentrarnos. Pese a las dificultades que a lo largo de ese camino se presentarán inevitablemente, es una experiencia que inyecta una fuerza y un sentido muy notables a nuestra existencia. Vuelvo a Stein después de esta digresión.

         A raíz del descubrimiento de Jung reorientó su formación. Estudió Psicología en Zurich y después en Chicago. Había en él la dimensión del sanador (su nueva profesión), pero también la del hombre de cultura (sus estudios iniciales). Y ésta era precisamente la combinación de la obra junguiana: mente y espíritu, ambas reunidas esencialmente en todo ser humano.

         Se convirtió, pues, en terapeuta y el vínculo con sus pacientes, a lo largo de muchos años, le fue confirmando que lo real discurre a menudo por la frontera de mundos distintos: el ego y el inconsciente; los hechos con causa conocida y los hechos sin causa aparente; la visión científica del mundo y la visión espiritual. Esta era su vida como analista junguiano.

         Y de ese límite de la realidad en que los hechos a veces nos desbordan, nos conmueven, nos piden amplitud si no queremos desperdiciarlos, Stein ha querido dejarnos unas historias de mariposas acaecidas en su propia vida. El mismo Murray Stein nos las va a contar.


                                       

Ella se llamaba Magda. Murió a los ochenta años. Los diez  precedentes iba siempre en silla de ruedas. Yo la visitaba en su casa algunas veces. En  los cinco años anteriores a esta situación, ella había acudido regularmente a mi consulta. Un día, cuando ya había perdido su capacidad de andar, me había dicho: “Cuando me muera y llegue al cielo, lo primero que haré será ponerme de pie y bailar”.

         Al funeral fui con mi esposa, y cuando conducía  de regreso noté que algo volaba y se removía en el cristal de la parte de atrás del coche. Ella se giró y dijo: “Es una mariposa”. Abrimos las ventanas para que se fuera, pero no se iba. Llegamos a casa casi de noche. Mi esposa intentó de nuevo que saliera del coche, pero el pequeño insecto marrón decidió quedarse  en la palma de su mano. Así  anduvimos por la calle, buscando la luz de las farolas para poder ver mejor a la mariposa. De repente, inició un vuelo, se posó en la acera y comenzó a bailar, enérgicamente, trazando círculos y saltando de uno a otro de nuestros pies.

         Ya hacía rato que llamábamos Magda  a nuestra mariposa.

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Esta otra mujer también se había analizado conmigo durante muchos años. Luchó contra un cáncer, con cierto éxito durante bastante tiempo, pero al final murió. En sus últimos años mantuvo una relación muy intensa con su psique. Sus sueños y su imaginación activa le habían proporcionado un gran coraje para asumir su muerte, y también la seguridad de estar siendo acompañada por una presencia que la confortaba mucho más que cualquier presencia humana. Ella había sido una de las personas más despiertas y vitales que yo había conocido.

         Dos semanas después del entierro, su hija me llamó para explicarme esta historia. Una amiga de toda la vida de su madre, que vivía en Suecia, la había telefoneado para decirle que acababa de recibir la carta en que le comunicaban el reciente fallecimiento de su amiga. Y sucedió que, cuando estaba sentada en su jardín, leyendo la carta, una preciosa mariposa se posó sobre el papel . Ella no entendía por qué había escogido precisamente un lugar tan minúsculo. Entonces la mariposa voló hasta su brazo y allí se quedó unos cuantos minutos más. De pronto, la mujer se dio cuenta de lo que estaba pasando: “¡Era tu madre, estoy segura!”, gritó a través del teléfono. “¡Tan alegre, tan bonita, tan viva! Igual que tu madre.”
         Y ciertamente estos eran los rasgos más característicos de aquella mujer tan especial.

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Cuando se toca y se comparte lo más hondo del ser humano, vemos que un cierto tipo de relación se va creando entre analista y analizando. Dos personas en un mismo espacio sutil y sagrado, lo cual va más allá de la habitual relación médico-paciente. Es un vínculo que une recíprocamente nuestros corazones y trasciende nuestros egos. Un lugar mágico donde no son raras las sincronías.