Lola Hurtado. Óleo.


sábado, 14 de abril de 2012

Al cerrar la luz



Que el olivo es seña de identidad de Andalucía, nadie podría dudarlo. Sin embargo, la importancia de la agricultura no ha de esconder que parte de su historia ha estado también ligada a las minas.

 Es el caso emblemático de la provincia de Jaén. Pese a ser la mayor productora de aceite del mundo, y disponer de más de medio millón de hectáreas de suelo cultivado, y pese a haber sido así inmortalizada por el verso de Miguel Hernández : “Andaluces de Jaén/aceituneros altivos”, muchos jiennenses han  subsistido hundiéndose en lo profundo de la tierra hasta encontrar sus limitados, pero necesarios, frutos, de sabor bien distinto a la aceituna. Hierro, cobre, plomo, incluso algo de plata, era lo que con tanto riesgo recogían mientras otros andaluces sobrevivían vareando los olivos.

Incluso algunos pueblos fueron modelados para este exclusivo fin. Compañías inglesas, propietarias en el siglo XIX y parte del XX de algunas minas, diseñaban pueblos con viviendas distintas, según el nivel y la situación social de los empleados. Viviendas para solteros, otras para obreros casados, otras para capataces, y algunas más lujosas para directivos e ingenieros. A ello se añadían los servicios comunitarios, como el hospital, el mercado, la farmacia, el economato, la iglesia, un cine, un cuartel de la Guardia Civil y, por supuesto, un casino, entendido como un lugar de encuentro para hombres, donde beber, charlar o discutir y jugar a las cartas o al dominó.

La historia que voy a contar ocurrió en un pueblo así y en una casa para obreros casados, hace ochenta años. Sólo nos falta un elemento más del lugar, que aquí va a cobrar un gran protagonismo: el cable aéreo. Se trataba de un medio de transporte desde la mina hasta los enclaves ferroviarios, que a la vuelta era aprovechado para llevar al pueblo carbón, madera y otros materiales para la mina. Creados a principios del siglo XX, estos cables aéreos salvaban grandes distancias (hasta 12 kilómetros), desde importantes alturas, con un paso no tan lento (2’5 metros por segundo) y, desde luego, no tan seguro.

                           

 Él se llamaba Antonio. Su esposa, María. Tenían ya un hijo y una hija, y cuando se inicia esta historia, estaban esperando el tercero, que sería una niña. Antonio trabajaba para la mina, pero no de minero. Era administrativo y ocupaba con su familia una de aquellas viviendas para obreros casados, propiedad de la empresa de la mina, a que antes me refería. A veces tenía que desplazarse para llevar documentos de un sitio a otro. De ahí vendrá todo.

No sé si en la legislación de aquella época era legal que los empleados se subieran a las vagonetas que transportaban por las alturas el plomo extraído en la mina. Ni cuántas veces esto se hacía. Al menos en una ocasión sí ocurrió. Iba Antonio con dos compañeros más rodando por el cable aéreo cuando se produjo el accidente. El cable se rompió. Dos de los trabajadores murieron. El tercero, Antonio, quedó seriamente herido. Su existencia, y la de su familia, cambió para siempre desde aquel día. Antonio salvó la vida pero no la salud. Al parecer, una astilla de sus costillas le perforó el pulmón y le hundió en una enfermedad permanente. Apenas salía. Se fatigaba mucho por poco que anduviera. Guardaba cama con frecuencia.

En ese tiempo nació la hija que estaba en camino antes del accidente. Creció viendo como algo natural que el padre siempre estuviera en casa. Cuando le llegó el tiempo de andar, era precisamente con su padre con quien caminaba. Ambos tenían el paso lento y el trayecto breve, aunque por razones bien distintas. Pero la niña se acostumbró a la mano del padre. Así fueron sus primeros pasos y sus primeros recuerdos. Mientras, la mina seguía siendo la razón de ser de aquel pueblo. Algunos de sus trabajadores visitaban con regularidad a Antonio.

                  
                  

         Uno de sus mejores amigos era Gregorio. Era más que amigo, casi hermano. Sus visitas eran frecuentes. Quizá por eso resultó tan difícil engañar a Antonio. Y fue que un día Gregorio murió inesperadamente. Decidieron no decírselo, pues en aquella misma época la salud de Antonio había empeorado. Pero, ¡ay!, la iglesia del pueblo no podía ser discreta y su campanario, como siempre hacía, redobló para anunciar un funeral. Antonio llamó a  su mujer, inquieto.

   María, ¿qué pasa?  ¿Por quién doblan las campanas?
   Es por la señora Vicenta, ya sabes, aquella mujer tan mayor.

La excusa que la esposa había urdido era fácil de sostener, pues
Antonio no tenía fuerzas para salir de casa en aquellos días. Al  principio pareció que la cosa había funcionado, pero pasaban los días y Gregorio no visitaba a su amigo como era costumbre. Cuando Antonio preguntaba por su amigo, se inventaban más pretextos, y es que Antonio estaba peor y nadie sabía cómo podría afectarle una noticia como aquélla, que cada vez era más difícil de dar. Al cabo de unos días de la muerte de Gregorio, ya no hizo falta seguir inventando mentiras piadosas.

         Antonio llamó a su mujer al dormitorio y le habló serenamente,  con una extraña seguridad.

   ¿Por qué me habéis engañado?
   ¿Engañado? ¿De qué hablas?
   Mi amigo Gregorio ha muerto y no me habéis dicho nada.

María, sin tiempo para pensar, aún quiso mantener su insensata
versión de los hechos.

   ¡Que no, que no se ha muerto! Mira, si quieres voy a buscarlo. No
sé si ahora lo encontraré, pero yo voy a buscarlo.
   Sí que ha muerto. Y ahora está en la ventana. Cuando cerréis la
la luz,  podrá entrar. Mi amigo ha venido a por mí.
   ¿Cómo me dices esas cosas? – la mujer lloraba desesperada.
   Es que estoy muy mal, María. Anda, escúchame lo que te voy a
decir. – Antonio parecía tenerlo todo tan claro-. Haz la cena. Luego que vengan a darme un beso los niños y te los llevas a la casa de la vecina.

         Todo se acabó haciendo como él decía. Al fin, Antonio y María se quedaron solos.

   Ahora ponme un cojín debajo de la cabeza y apaga la bombilla,
que con esta luz mi amigo no puede entrar .Y enseguida nos iremos los dos.

         María le besó, cerró la luz y, al poco, Antonio expiró.

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         Una mujer viuda con tres hijos, en un pueblo minero, año 1923. Para  adjudicarle una pensión, la empresa exigió la realización de la autopsia. María se negó rotundamente: “Después de lo que ha sufrido”.  Sólo le dieron seis meses de paga y tuvo, además, que abandonar la casa, que era propiedad de la empresa minera. En el camino hacia una nueva vida, parece ser que María le pidió alguna señal a su marido. Según cuentan, le llegó.

         He estado hablando con aquella niña de apenas tres años que iba siempre de la mano de su padre enfermo. Ochenta años después, ha dejado en mis manos su memoria viva de cuanto ocurrió en aquellos días y en aquella  noche en que el padre pidió que apagaran la luz.

         El olvido lo va a tener un poco más difícil para borrar la historia de esta última visita del amigo. Una visita para atravesar juntos ese muro que se nos aparece al final del camino de alguien querido, y en el que nuestras miradas, en la hora de la despedida, suelen rendirse impotentes. Como si creyéramos que es el fin del mundo.