Lola Hurtado. Óleo.


jueves, 24 de enero de 2013

La línea de la ausencia



Nada más conectar los auriculares en el AVE, Claudio se encontró con el “Hallelujah” de Leonard Cohen en la buenísima versión de Rufus Wainwright. Cerró las ventanas de su mundo y no le faltó nada. Hasta que un pensamiento interrumpió el hechizo. ¿Le habría gustado aquella música a Antonio?

         Este fue el único tema en el que no había manera de que se entendieran. De Bach, Claudio sólo reconocía los Conciertos de Brandenburgo, pero jamás había escuchado una misa. Y de la altura misteriosa de “La flauta mágica”, sólo había retenido las gracias del tal Papageno. Otros conciertos de Mozart le parecían bien, pero en dosis ajustadas. Sin embargo, mucho peor era la resistencia musical de Antonio. La llamada música pop simplemente no existía. Y el rock, colado furtivamente en su casa por alguno de sus hijos, sólo tenía una virtud: enmudecer a la cuarta nota. Con lo listo que era para tantas cosas y jamás consiguió Claudio que su amigo repitiera aceptablemente el nombre de Bruce Springsteen .

         Sin embargo, en los últimos meses de Antonio, hubo en esto, como en tantas otras cosas, algunos cambios. Cuando la geografía de sus desplazamientos se redujo de la gran ciudad a su pueblo de residencia, y de ahí pronto sólo a su casa, para acabar instalado en su habitación, Antonio comenzó a oír la radio por las noches, y comenzó a renovar un poco las partituras de su banda sonora. Alguna fusión de flamenco y pop le llegó al alma.

         Hubo un tiempo en que los diez años que Antonio le llevaba a Claudio eran muchos, pero cada vez fueron menos, y llegaron a hablar de casi todo, de filosofía, de psicología, de poesía, de cine, de sexo, de espiritualidad, y hubo también confidencias por ambas partes. Si se hubiera medido el tiempo de posesión de la palabra a lo largo de aquella amistad, tal vez hubiera dado sobre un 70% para Antonio. Pero Claudio estaba acostumbrado a escucharle, no en vano había sido su alumno, y en varias ocasiones fue él quien tomó la iniciativa y le descubrió algún libro que acabó siendo muy importante para el amigo. Esto y que cuando Antonio escuchaba emitía una enorme sensación de presencia contribuyeron a una comunicación equilibrada, sin altibajos, que con los años se fortaleció.


         A lo largo de aquellos treinta años de relación, la vida había zarandeado con bastante fuerza a Claudio tres o cuatro veces. Antonio estuvo siempre cerca. Hubiera querido ahorrarle el dolor, pero no podía; así se lo dijo. Además, secretamente pensaba que aquellas amarguras iban a desaparecer pronto para dejar paso a un Claudio mejor. Encontrar, a través del dolor, la íntima esencia de lo real: la ternura. Ese había sido otro de sus descubrimientos. No hablaba en vano. Cuando Antonio intervino en el funeral de su primera esposa, dijo que ella, en aquel momento, era como un tarro de perfume que se había roto. La intensidad de su olor se iba a notar como nunca. Y así ocurrió. Aquel día Antonio llevaba una camisa que Claudio le había prestado el día anterior, cuando compartieron algunas palabras y bastantes silencios.


         Antonio Marsal trabajaba para editoriales y era así como entraba alguna cantidad de dinero en su casa. Después escribía sus propios ensayos para los que no había editoriales. El dinero era para él algo imprevisible. No llegaba con regularidad, pero cuando hacía mucha falta, aparecía. Y entonces solía compartirlo. Una de aquellas ocasiones en que cobró unos atrasos, antes de tener familia, invitó a Claudio a cenar en un típico restaurante de pescado junto a la playa. Aprender a celebrar, esa era una de sus claves. Celebrar lo excepcional y lo habitual. El pago de un trabajo y la existencia de un amigo. Después del rape con almejas, caminaron por la arena. Había un zapatito de niño perdido en un rincón. Antonio lo encontró e intuyó que tenía algún sentido, como tantas veces hacía con los hechos azarosos. A los pocos días supo que estaba en camino su primera hija, de la que Claudio acabó siendo el padrino y, en su niñez, el rey Melchor.

         Un día, ante su familia al completo y sin que viniera a cuento, Antonio había dicho que si se moría, no pasaba nada. Otro día, esta vez con Claudio delante, afirmó que iba a ser un autor póstumo.  Decía que perder el miedo a la muerte hacía perder el miedo a vivir. Claudio escuchaba con un poco de miedo a una cosa y a otra. Y muchas veces recordó una anécdota de Goethe que Antonio, después de acabar una biografía sobre el grande de las letras alemanas, le había contado. Cuando Goethe quería comunicarse con algún amigo fallecido, ponía frente a él una silla vacía y le hablaba.

         Ellos dos pasaron muchas horas frente a frente en conversación, aunque Claudio, a menudo, se dedicara sobre todo a tomar  apuntes mentalmente. Antonio era un filósofo sin filosofía concreta. Era un teólogo apartado de la orden religiosa que había profesado. Era un poeta que no escribía versos. Y un hombre de espiritualidad  que sabía que todos los caminos, en el mejor de los casos, eran solo inspiración para el camino de cada uno. Había que tratar las palabras con mucho cuidado. Con Rilke,  amigo íntimo de Antonio, decía sobre Dios que : “Sólo sé que me elevo desde un calor que es suyo”. Claudio atendía.

         Cuando Antonio tuvo que admitir el diagnóstico como nuevo habitante de su vida, Claudio le visitaba una tarde por semana. Siempre su amigo había comido más por ilusión que por pasión. Y en aquellos tiempos  lo de comer iba de capa caída. Por eso en sus visitas le llevaba dos pequeños manjares que le deleitaban: galletas de arroz y una leche con vainilla, que se bebía como si fuera horchata. Le sabían a gloria. Cuando Claudio le veía disfrutar la golosina, en su uniforme de pijama y bata, pensaba a veces que igual iba a ser verdad lo de escritor póstumo. Antonio Marsal  había encargado a una imprenta unas ediciones reducidas para sus amigos de lo mejor que había escrito. Las gestiones editoriales no habían ido bien. Quizá un día, más tarde, irían mejor. Si entonces alguien le preguntaba qué relación había tenido con el autor, él podría contestar: “Yo era el que le llevaba la merienda”.

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Se dio de verdad cuenta de que ya no estaba seis meses después. Había descubierto un libro de un autor que escribía cosas así:

         Dios mío, ¿por qué habéis inventado la muerte?,¿por qué  habéis permitido que venga una cosa semejante? Es tan agradable la vida en la tierra, vuestro paraíso tendrá que ser deslumbrante para que la ausencia de esta vida terrenal no se haga sentir en él, necesitaréis ingenio para darme una alegría tan pura como la del aire fresco de una mañana de abril, sí, necesitaréis mucho talento y por consiguiente amor para que no llegue a vuestro paraíso ninguna nostalgia de esta vida, herida, pequeña, muda.

         Era de un tal Christian Bobin  y Claudio comprendió amargamente que no podría regalárselo a Antonio. Estaba seguro de que lo habría disfrutado más que él mismo. Cuando releyó ese casi lamento por tener que habitar el paraíso de los muertos, empezó a preguntarse cómo estaría entonces Antonio, al otro lado de la línea tras la que había desaparecido. ¿Sereno? ¿Maravillado? ¿Enmudecido? ¿Preocupado por la desconexión con sus hijos, con su mujer? Las preguntas se iban poniendo en fila: ¿Se entera de algo de lo que aquí nos pasa? ¿Con quién se ha encontrado? ¿Con la esposa que se le murió? ¿Con Goethe? ¿Hay libros allí? ¿Hay bancos para leer? ¿Hay cuerpo para sentarse? ¿Se duerme? ¿Suena Bach si alguien lo pide? Bruce Springsteen, seguro que no. ¿O sí? Claudio no sabía nada de nada del otro lado. Sólo una certidumbre, que era casi certeza, y sus motivos tenía, de que Antonio Marsal estaba de alguna manera inimaginable en algún lugar impensable. Lo que no era poco saber. Pero el silencio entre los dos se hacía cada día más espeso.

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Yo también había sido alumno de Antonio Marsal y tuve algún trato posterior con él, pero mi relación con Claudio venía de más lejos y se había mantenido siempre  muy estrecha. Como él sabía que andaba yo recogiendo historias de momentos excepcionales en la conciencia humana, quiso aportarme lo que le ocurrió con Antonio cuando ya nadie podía visitarle, y cuando la ausencia, a medida que pasaban los meses y los años, se hacía cada vez mayor. Éste fue el texto que me envió.

Siempre hablamos del dolor de la pérdida, del duelo por los que se nos han ido, del vacío que nos han dejado, pero también el poeta dijo:¡qué solos se quedan los muertos!”, y quizá valdría la pena hacerle un poco más de caso. Si creemos que la muerte mata, podemos mantener un recuerdo en el corazón, por supuesto, pero es tan fuerte el peso de la vida de cada día, que el olvido tiene bastante vía libre para su empeño. Pero si se siente, y se piensa, porque son vivencias y son también hechos, aunque se los considere de valor subjetivo, que la muerte nos envía a otro mundo, con ciertos cambios, sí, pero sin amnesia de lo vivido aquí, entonces uno puede sentirse llamado a la búsqueda. A la búsqueda de algún contacto. A no darle por perdido. Ese fue mi caso con Antonio Marsal.

         Durante algún tiempo pensé en sentarme  frente a una silla vacía, como un Goethe más, iniciando una conversación solemne con Antonio, pero la verdad es que lo iba aplazando. Llámale sentido del ridículo o lo que sea, pero aquello no iba conmigo. Tenía que haber otra manera. Tardó en llegar, pero llegó.

Surgió por primera vez cuando yo estaba pasando una mala temporada. Tú sabes a qué  me refiero y lo aturdido que me quedé con aquella ruptura no deseada, después de tantos años, y cómo intenté inútilmente arreglar algo que no entendía. Total que una noche, mientras iba conduciendo, rompí el bloqueo. Las ventajas de ir solo en coche son bastantes, aunque ninguna  para el medio ambiente, ya lo sé. Pero aislado en tu cápsula, aferrado al volante y con la vista firme al frente, te puedes poner a conversar con el más allá sin apenas margen mental para preguntarte qué te crees que estás haciendo. Antonio conocía mi historia, aunque no las últimas noticias, claro, pero de ponerle al día yo mismo me encargué. Sí, es cierto que yo estaba muy sensible aquel día, más hablador de lo normal, un poco ausente del mundo en aquel trayecto en coche, lo que quieras, pero en cuanto acabé las explicaciones, sonaron en mi cabeza dos frases con una voz que no era la mía: “Va a cambiar. Dale tiempo”. Yo sé que esas frases no las creé yo. Me alcanzaron demasiado rápidas, no tuve tiempo ni de pensar nada entre mi exposición del problema y lo que consideré una respuesta. Bien, el hecho cierto es, como sabes, que al cabo de un año se cumplió la profecía y se produjo aquel vuelco de la situación que entonces no podía ni imaginar.

         Pero no quise abusar de la gracia recibida. Comprendí que él seguía estando y eso era abundancia pura. La palabra continuidad, continuidad en la ausencia, se me alojó en la cabeza. Pero no se iba a manifestar en cualquier momento. Me pareció que era tiempo de esperar más que de empeñarme en buscar.

Y sucedió que un día me entrevisté con un editor para ofrecerle uno de los ensayos que Antonio había hecho imprimir sólo para amigos y que apenas habían  circulado entre un centenar de lectores. Es importante hacer notar aquí que Antonio, unos años atrás, había traducido y prologado un libro de Rilke para aquella editorial. El editor había quedado satisfecho de aquella colaboración, pero dudaba. El nombre de Antonio Marsal no decía casi nada en el mundo del libro y, además, él no estaba aquí para presentar y defender su obra, pensé yo en silencio. Parecía que el editor no lo veía claro, y yo veía claro que la entrevista se estaba acabando, cuando sonó su teléfono. Era un amigo suyo que estaba haciendo un crucero, cosa que él ignoraba. Primero el diálogo fue bullicioso, fraternal, divertido, pero en un momento dado al  editor le cambió la cara, se dedicó sólo a escuchar y de vez en cuando me dedicaba alguna mirada  cuyo sentido yo no lograba descifrar. Al colgar me anunció que iba a editar el libro. ¿Sabes lo que había pasado? Pues que el amigo que estaba de crucero había encontrado en la pequeña biblioteca del barco un ejemplar de los libros de su editorial y éste era, precisamente, el de Rilke, que había traducido y prologado Antonio. Al amigo turista  le había sorprendido tanto encontrar un ensayo de los que él editaba en un lugar donde básicamente se jugaba, se tomaba el sol, se comía a todas horas y se bailaba la conga al anochecer, que había decidido llamarle. Yo no sé quién, ni cómo, movió no sé qué hilos para que las cosas sucedieran con aquella precisión y se pudiera editar uno de los libros que Antonio nos había dejado a los amigos como en custodia. Pero la sensación de que algo se movía en aquel mundo desconocido al que yo no pertenecía, pero Antonio sí, fue indiscutible. Y otra profecía de Antonio se cumplía: iba a ser un autor póstumo.

Yo, por supuesto, deseaba que se produjeran aquellas señales  pero, como te dije antes, me limitaba a esperar que la chispa se encendiera por sí sola. Así fue como ocurrió de nuevo con un asunto de mi trabajo. Hace un año, más o menos, yo publicaba entrevistas de tipo cultural en una revista. Era el año del centenario de un poeta al que Antonio había dedicado uno de sus libros casi inéditos. Pero también había dado una conferencia sobre él unos diez años antes, donde había conocido al hijo del poeta. Era a éste a quien yo me dirigía a entrevistar, pues se había encargado de ordenar y reeditar el legado de su padre. Vivía en otra capital y había concertado por teléfono la cita con él. Cuando enfilé la autopista, de nuevo dentro de la nave que una vez ya me había teletransportado a otros mundos, sentí una fuerte presencia de Antonio. Era natural, iba a ver al hijo de un poeta por el que sintió devoción y al que consagró años de lecturas, reflexiones y escritura. Así que me salió de la manera más natural hablar de nuevo con él, explicarle lo que iba a hacer y, ya en uno de mis mejores niveles de buen humor, invitarle a que viniera conmigo a la entrevista. “Pero si vienes –añadí-, abróchate  el cinturón.” La réplica  fue instantánea: “Sí, más vale que me lo ponga, no me vaya a matar.”

Ya sé que la mente humana es muy compleja, muy rápida de conexiones y que puede parecer que me estaba autoengañando. Pero espera a que acabe la historia. La entrevista fue bien, una conversación fluida, interesante, amable. Tanto que al final el hombre quiso anotarme el teléfono del director de una revista, amigo suyo, donde pensaba que podía ofrecer otras colaboraciones mías. Para ello alargó la mano a un montón de papelitos, restos de folletos o lo que fuera, que él mismo había recortado y que guardaba para tomar pequeñas notas, en un ejercicio admirable de ahorro de papel. Cuando ya en el coche di la vuelta al papelito, descubrí que pertenecía al programa de mano de la conferencia que Antonio había dado sobre su padre. ¡De todos los papeles reciclables del mundo, me había tocado aquél precisamente y en aquel día! Sí, así fueron las cosas, con esa carga simbólica que me hizo enmudecer todo el viaje de vuelta. Habíamos ido juntos a la entrevista y ahora regresábamos juntos. Con los cinturones de seguridad bien ajustados, por supuesto.

No fui el único que tuvo alguna señal de Antonio, también quiero que lo sepas. Como tampoco fue la primera vez que me había pasado algo parecido. Había tenido algún sueño muy revelador y alguna coincidencia fuerte con otra persona que había fallecido bastantes años antes. Pero en el caso de Antonio la línea que separa nuestro mundo y el de quienes nos desaparecen se había cruzado más veces y de maneras  distintas. No fue menor el impacto que tuvo para mí lo del médico de la última etapa de mi hermano mayor. Cuando tuvimos que aceptar en la familia que su enfermedad había rebrotado y que eso significaba, según todos los médicos, empezar la cuenta atrás, me di cuenta de que pronto ya no podría hacer nada por él, lo que entonces me desesperó. Se lo expliqué a Antonio, sí, y le pedí que, si le era posible, recibiera a mi hermano cuando dejáramos de  tenerlo. No me pareció que hubiera ninguna respuesta. Pero a los pocos días conocimos al médico de paliativos que nos asignaron. Cómo no pensar que esta vida que conocemos es tan solo una parte de lo que nos ha sido dado, cuando el médico al presentarse nos dijo que se llamaba Antonio Marsal.

No siempre las cosas suceden de forma parecida, bien lo sé. No siempre tenemos tantas oportunidades de afirmar que el fin no es el fin. ¿Por qué? Lo ignoro. ¿Por qué no todos llegan a donde llegan como Antonio, y seguramente como otros, tan dispuestos a comunicarse? ¿Por qué no todo el mundo aquí logra sintonizar con esa forma de decirnos “sigo estando y tú también seguirás estando un día”? ¿Hay quien una vez al otro lado necesita el olvido de este mundo? ¿Hay en este mundo quien es mejor que olvide y no piense en todo esto? No sé prácticamente nada.

Un fin de semana estaba en un paraje un poco especial con mi esposa. Un hotel muy moderno construido junto a un monasterio medieval. El verde lo cercaba todo en aquellos días de abril. La mañana  de la partida salí a dar una vuelta mientras ella hacía su maleta. Un riachuelo cruzaba feliz aquel lugar de contrastes. Me acodé en el pequeño puente de madera y contemplé ensimismado la vitalidad rumorosa de sus aguas. Sin motivo aparente pensé en Antonio.“ No te preocupes. Nos encontraremos”. Esa fue la última vez que supe de él. Creo que por ahora no puedo explicarte más.

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He vuelto a leer esta historia de amistad  más allá de la línea que marca la ausencia. No eran un secreto estos hechos, pero tampoco Claudio los contaba fácilmente. Mi avión ya lleva media hora de vuelo y me conviene distraerme con lo que sea, pues soy de los que sigue pensando que esto de aguantarse en el aire es más casualidad que seguridad. Había destinado este trayecto a ver cómo acabar esta historia, pero no encuentro la manera. Recuerdo un escrito de Antonio Marsal que una vez me dio a leer Claudio. Decía que cuando Colón descubrió América, toda Europa la descubrió. Interpreté que cuando alguien, más adelantado que la mayoría, vive un gran descubrimiento para la conciencia humana, aun por caminos que no están del todo explicados, todos los demás estamos mucho más cerca de llegar un día a experimentar lo mismo. ¿Acabo así esta historia?

         Dejo de escribir y sustituyo la pluma por un pequeño artefacto que me ha regalado mi sobrino. Creo que le llama i-pod. Sé que está lleno de canciones que él me ha preparado. De los años 80 y 90, las que me gustan a mí, porque me lo dio para mi cumpleaños, que fue hace un par de días. Echo un vistazo a la lista de músicos y me detengo en “Los Secretos”, que están muy arriba en mi lista de favoritos. Imagino la canción que me ha bajado. Este sobrino me conoce bien y además nos ha salido bastante listo. Pulso la tecla. El sonido es limpio, se aloja en mi pecho y ahora viajo entre sus versos. Sé que alguien muy parecido a mí sigue un poco inquieto en un avión que pronto le dejará en el bendito suelo. Pero yo estoy ahora con “Los Secretos”:

                                      He muerto y he resucitado.
                                      Con mis cenizas un árbol he plantado.
                                      Su fruto ha dado
                                      y desde hoy algo ha empezado.

         Acaba la canción  y sigo sin encontrar el final de la historia.

                                     

        






miércoles, 12 de diciembre de 2012

Antonio Blay estuvo aquí



Antonio Blay estuvo aquí, viviendo muy cerca de la que era mi casa hasta que tomó el último tren de la vida, y quisiera explicar qué importancia tuvo esto. Yo había iniciado en el 1980, recuerdo casi el día exacto y, desde luego, el motivo, un intento de entender mejor las cosas. O dicho sin más, de pronto me di cuenta de que tenía mucho por descubrir: dentro de mí, en los demás y donde los ojos de este mundo comienzan a ver borroso. Así que comencé a moverme. Lecturas nuevas, algunas conferencias, un poco de silencio interior…Supongo que iba haciendo lo que podía, pero desde luego le ponía ganas. Lo que nadie me dijo fue que Antonio Blay  mantenía diálogos sobre su ya extensa obra en su propia casa, que estaba a tres manzanas de la mía. Me enteré poco antes de aquel día de agosto de 1985 en que dejó de dar cursos definitivamente.

         Y explico esto porque conocer a  Blay me hubiera venido muy bien, tal como fui descubriendo años más tarde. Antonio Blay (1924-1985) había ejercido la psicología clínica, y antes había dirigido una institución bastante conocida en los años sesenta: la Ciudad de los Muchachos. Compaginó su trabajo y su familia (tuvo esposa y dos hijas) con viajes de formación a Suiza y a la India y con una gran dedicación al estudio. Comenzó a escribir libros y más tarde resolvió abandonar la práctica de la psicología y dedicarse sólo a dar cursos y conferencias. En Barcelona, Madrid, Bilbao, San Sebastián, Andalucía y Valencia.  El título más frecuente de sus encuentros era el de “Psicología de la autorrealización”. Pero se consideraba un psicólogo jubilado. Cuando le preguntaban qué era, decía que no sabía muy bien qué contestar, aunque era evidente que le traía sin cuidado. Hacía lo que deseaba hacer y lo hacía muy bien. Los asistentes a sus cursos lo corroboran y sus libros, más de treinta títulos, se han seguido vendiendo tras su muerte. Sin embargo, en su momento Blay era sólo conocido por círculos reducidos. Casi no concedió entrevistas y no aparecía en los medios de comunicación. Pese a las varias ediciones de su libro “Creatividad y plenitud de vida”, no fue el centro de ninguna campaña de promoción editorial, hasta donde yo he  podido saber. En nuestro siglo XXI, con el auge de la inteligencia emocional, el crecimiento personal, los diversos caminos de espiritualidad, y con la oferta de libros, revistas, programas de radio y de televisión que tratan de todo ello, hubiera sido difícil que Blay se mantuviera en el plano discreto que siempre deseó tener. Pero no es descartable que lo hubiera conseguido. Nunca quiso crear escuela, ni menos tener seguidores. Pretendía algo distinto y yo hubiera podido tomar apuntes de todo ello, en directo, si hubiera sabido que Blay estaba aquí mismo, explicando tantas cosas en mi barrio.

                                      

         Sin embargo, no es del todo cierto que yo no llegara a asistir a sus sesiones. En los años ochenta y noventa circulaban de mano en mano cintas de sus cursos. Las escuché repetidamente. Y sus libros estaban  en las librerías. Fueron llegando a mi biblioteca. De manera que la palabra de Blay me acompañó mucho y me hizo pensar más. E incluso puedo afirmar que, en cierto modo, llegué a conocer un poco a Blay. No he de forzar apenas el relato si digo que sí “asistí” a sus cursos y que “crucé” varias veces la puerta de su casa tras tantas horas de cintas y de libros. Así que éstas son algunas de las notas que tomé cuando “visitaba” a Antonio Blay, en aquel piso al que podía llegar como quien sale de casa para comprar el pan.

         El primer encuentro

Todo lo que explico ha de ser experimentado. No interesa decir “estoy de acuerdo”, sino ver si sirve de base para un trabajo, para una experiencia personal. Lo que yo diga no es para ser creído ni aceptado, sino para ser mirado.
        
         Así inició el ciclo de charlas aquel hombre de aspecto tan común que  no pretendía convencer ni demostrar nada, sino mostrar. Quedaba claro que sólo iba a proponer unas pistas para que cada uno hiciera un trabajo interior, y que esa experiencia personal era lo único que valdría la pena en aquel proyecto, al que él se refería como “autorrealización”. ¿Cómo había que entender aquella palabra clave? Decía que de dos maneras. Una era conseguir vivirse plenamente, ser uno mismo integrado en el mundo que nos rodea. Pero esto no era todo.

         La autorrealización es llegar a descubrir cuál es la identidad última de cada uno, quién o qué soy, no como seres humanos particulares sino como aquello que permanece idéntico a lo largo de todos los cambios de la vida. ¿Y por qué es importante descubrir la identidad? Porque cuando se logra se resuelve todo lo que es el anhelo de la vida, porque la persona realiza su plenitud más allá de todo lo soñado y porque es el único modo de que descubra el sentido de su existencia, y de que descubra cuanto hay más allá de lo que ahora entiende por existencia.
         La autorrealización es un trabajo de experiencia, no un sistema filosófico o teológico al que adherirse.

         El alcance de la propuesta de Blay me desconcertó y me emocionó a la vez. ¿Una identidad inalterable y común a todos los seres humanos? ¿De qué estaba hablando? Al principio había dicho que no intentáramos relacionar los contenidos de aquel curso con cosas que ya conociéramos. Yo, desde luego, no podía relacionar lo que él llamaba la identidad última con nada de lo que ya tuviera noticia. Había entrado en la propuesta de Blay por una zona mal iluminada para mí. Pero a los pocos días volví a su casa y mereció la pena.
        
         Qué soy y qué no soy

Mi vida es una actualización de algo que yo soy, que soy en el centro. Pero yo no me he dado cuenta de que era así y siempre he estado viviendo como si el exterior fuera el que me comunica, me transmite, me da…

         Esto último era lo que siempre había pensado yo, y no solo yo, supuse. Pero Blay no lo veía así. Según él, somos desde siempre un potencial que nuestro entorno simplemente ayuda a desarrollar.

         Del exterior no nos viene ni un poco de inteligencia, ni un poco de capacidad afectiva, ni un poco de energía profunda. Del exterior sólo recibimos estímulos; y aún, sólo son estímulos en la medida en que los captamos desde nuestro interior.

         Ese potencial, fue explicando, era como tres focos: el de la energía, del que se derivan la voluntad, el impulso de vivir, la capacidad combativa; el foco del afecto, que sería nuestra disposición al amor, la amistad, el placer, la alegría, la belleza, la armonía…y el foco de la inteligencia, vinculado a los modos de conocimiento, a relacionar datos, abstraer, intuir… Y entre los ejemplos que puso, anoté el referido al foco del afecto. Dijo que del exterior recibimos estímulos afectivos, por supuesto, pero que era nuestra capacidad de amar la que consigue que nuestra vida afectiva crezca. Lo que nos llena, vino a decir, es el amor que damos. Esta afirmación de que somos, en cualquier caso, una fuente de energía, amor e inteligencia daba la vuelta a la visión habitual del ser humano. Lo explicó con cierto detalle.

         Así pues, yo me doy cuenta de que en las experiencias yo puedo ser causa, en lugar de efecto, yo puedo ser núcleo irradiante, en lugar de ser sólo un foco receptivo. Este descubrimiento, considerando que gran parte de nuestra vida la hemos pasado viviéndonos como producto, como consecuencia del ambiente, de las situaciones, del modo de ser de nuestros mayores, de nuestros iguales, de todo en fin, este descubrimiento de que uno es un foco, un punto de partida, un núcleo a partir del cual la vida se desarrolla hacia fuera, señala todo un nuevo campo, un nuevo enfoque.

         ¿Había contestado Blay, con estas explicaciones, a la pregunta clave: qué soy yo? ¿Era esta la identidad de que habló el primer día? Parecía que sí, pero más adelante supe que aquello no era todo. De momento, una duda quedó en el aire. Si somos ese potencial tan maravilloso, y todos lo somos, ¿por qué no nos va todo mejor?

         Blay explicó que los miedos, las angustias, la agresividad son fruto de no vivir esa realidad que somos sino una fantasía mental que no captamos como tal. Esa fantasía es el yo ideal, aquello que compulsivamente buscamos ser, porque desde nuestra infancia nos hicimos, a través de nuestro entorno, una imagen equivocada  de lo que éramos: el yo idea.

         Uno tiende a ver el mundo según la consigna que ha recibido. Si me han dicho que soy poca cosa, y yo lo he aceptado (yo idea), estaré jugando toda la vida a ser mucha cosa (yo ideal). Pero a la vez estaré una y otra vez fallándome, sintiéndome muy poca cosa. Y aunque llegue a conseguir muy buenos resultados en negocios, en lo que sea, una y otra vez seguirá saliendo el “yo soy poca cosa”. Si me han dicho que soy muy buena persona, yo intentaré ser siempre más bueno para no defraudar a los demás.

         Y señalaba hasta qué punto la vida social está construida en torno a este yo ideal, y cómo hay que evitar pisar el yo ideal de los demás, si no queremos que nos echen la caballería por encima. Lo decía con unas gotas de aquel humor suyo que aparecía de vez en cuando.

         En el yo ideal todos somos Mr. y Miss Universo. Hay que decir:¡qué guapa estás!, ¡qué bien te queda esto! Pero nunca:¡qué viejo te has hecho!

         En el breve camino de vuelta a mi casa, resonaban , y no sólo en mi cabeza, aquellas palabras lúcidas, pero que de entrada también herían. Lo que uno ha creído ser (muy bueno, muy malo, muy fuerte, muy débil, listo, torpe…) es falso, decía Blay, es algo que me ha venido del exterior, pero que no me descubre mi identidad última. Uno puede haber realizado acciones buenas, malas, listas, torpes…pero eso no es lo que somos. Entonces, ¿qué soy?, cabía preguntarse una y otra vez. Y volvían las últimas palabras que había anotado:

         Expresar y vivir lo que soy: Energía, Amor, Inteligencia.

         Definir a alguien o a uno mismo por lo que hace, en un momento o muchas veces, era un camino erróneo. Esos modos habría que corregirlos o potenciarlos, pero no utilizarlos para concluir quién o qué es una persona. Ese era el núcleo de lo que yo llevaba en mis apuntes tras varias sesiones.

¿Y quién era Blay?

A veces escuchándole se me iba el santo al cielo y me preguntaba por él, por su vida. Lo que más me llamaba la atención era su gran claridad de expresión, aunque algunas de las realidades de las que trataba ya no fueran tan claras para mí. No hablaba más de lo imprescindible, no se adornaba lo más mínimo. Sólo se permitía algunas gotas de humor que siempre acertaban en el auditorio. Un asistente  a un curso le pidió una pista para saber si uno estaba avanzando en  este descubrimiento del yo idea y del yo ideal que llevamos grabados en el inconsciente. Sin pensarlo ni un segundo contestó:

         Una de las formas de saberlo es que cada vez te sientes peor. Y en otras ocasiones cada vez te sientes mejor. O sea, que esta pista… es un despiste.

         Y nos arrancaba unas risas. Lo que Blay nos proponía era un viaje personal al descubrimiento de nuestra realidad completa , no la promesa de unas mejores sensaciones, de un poquito más de felicidad, de un poquito menos de malestar. Claro está que para él valía la pena lo que en el fondo de la realidad aguardaba. Pero, ¿cómo había llegado a esa convicción? ¿Cómo había sido su camino hasta aquí? ¿Y cómo era su vida aparte de cursos, libros, conferencias?


                                      

         Blay era un hombre de aspecto corriente. Era grueso, gustaba de los cigarrillos y de los caramelos. Inasequible a la adulación. Y yo intentando imaginarme cómo era el resto de su interesante vida, desde mi hábito de lector de novelas y de amante del cine. Preguntándome por sus viajes a la India, por el origen de su lucidez, por cómo era en su casa, por si  podía mantener a la familia con aquellos cursos. En definitiva, construyendo un personaje. Pero había elegido un camino equivocado. Precisamente lo que él pretendía era que descubriéramos, y dejáramos disolver, el personaje que vamos arrastrando por la vida y que nos condiciona sin que apenas nos demos cuenta. No daba importancia a los datos de su biografía y por ello casi nunca se refería a sí mismo. Quería que enfocáramos nuestra mirada en otra dirección.

         Es necesario que uno se dé cuenta de que lo fundamental no es lo que hace, sino el sujeto que está viviendo lo que hace. Porque este sujeto es la base, la raíz, el común denominador de todo lo que podemos vivir y experimentar en la vida. Es a lo único que podemos llamar auténticamente “yo”.
         Nuestras ideas pueden ser muy importantes, pero continúan siendo “nuestras ideas”, no son “yo”. ¿Qué o quién es el que está viendo o valorando estas ideas? Este “quién” es más importante que las mismas ideas. ¿Quién es el que está sintiendo amor o tristeza? Este “quién” es más importante que lo que siento, porque esto va variando, en cambio, este “quién” no cambia, siempre es idéntico a sí mismo. Es la identidad, y todo lo que estoy viviendo procede de este foco central.

Y nos explicaba hasta qué punto nuestra mente está acostumbrada a poner atención en las cosas, procesos, sentimientos, ideas, pero el denominador común de todas las experiencias que he vivido es que yo estaba ahí dándome cuenta. Ahora bien, captar el yo que se da cuenta, que siempre está ahí, era cosa de la intuición. Era una tarea derivada del centramiento, de la atención, a la que había ir, en palabras suyas, “con paciencia, perseverancia y buen humor”.  Llegar a ese yo interior (más allá del yo idea y del personaje) era como ir de la ilusión a la realidad. Era fruto de la sinceridad, de buscar lo auténtico por encima del bienestar o del malestar, y por encima de convenciones. Una sinceridad que surge del fondo y que conduce al fondo, decía. Y que nos permite vivir con más eficacia y con más autenticidad.  

         Aquellas notas que yo iba tomando me hablaban de un hombre que había hecho un inmenso viaje interior. Pero, hasta donde yo entendía, su posible  respuesta a mi pregunta “¿quién era Blay?”, era que, en el fondo, él y yo éramos lo mismo. La diferencia estaba en que cada uno había desarrollado, en mayor o menor medida, aquel foco de energía, de amor y de inteligencia que todos somos. Y para  que descubriéramos esa plenitud que nos aguarda, ahí estaba Antonio Blay.


         Lo que quedaba por saber

Un día nos vino a decir lo de días anteriores pero de otra manera:

         Si tú sientes la grandiosidad de…por ejemplo un Wagner al oír su música, esa grandiosidad es tuya. Cuando dices: ¡Qué tío Wagner! Ese eres tú. Quizá Wagner vivió otra grandiosidad, quizá mayor que la tuya. Pero la que tú sientes, es tuya. Si no la tuvieras, no podrías reconocer la de Wagner.

         Era tan distinta la visión del ser humano que Blay nos mostraba de la que, en general, traíamos la mayoría de asistentes en nuestro discurso mental de siempre, que se hacía muy difícil dejar de buscarlo todo fuera de nosotros, como él apuntaba, y asumir que, de forma sutil e invisible, ya tenemos lo esencial. Era imprescindible volver a lo que había dicho el primer día acerca de que sus palabras no eran para creerlas, sino para experimentarlas. Por eso proponía ejercicios, como los de centramiento, con el fin de poner la atención en el yo que está detrás de nuestra energía, de nuestro amor, de nuestra inteligencia.

         Esta conexión, mayor o menor, con nuestro centro tenía consecuencias que en días posteriores fue explicando. Una, horizontal. Las relaciones con los otros.

         En la medida en que vivo lo que soy, dejo de vivir para conseguir cosas y dejo de utilizar a los demás para que me den afecto o me escuchen, o para que me den seguridad o confirmen mi valor. En la medida en que vivo mi energía, el amor y la comprensión, los demás son la ocasión para que yo me desarrolle, a través de esta energía, este amor y esta comprensión.
         Querer a alguien no es hacerle ningún favor. En cambio, nuestro personaje siempre vive el hecho de querer a alguien  como hacerle un favor muy especial, del cual espera recibir una serie de compensaciones. Querer a alguien es un privilegio, el de poder expresar en la existencia lo que soy en esencia.

         Y otro día, como una etapa más en el proceso de descubrimiento de la realidad, Blay nos llevó un poco más lejos, o mejor, bastante más lejos que en días anteriores. Él lo llamaba “niveles superiores”. Sostenía Blay que cuando se ha avanzado en este proceso de descubrimiento interior, en esta disolución de las raíces inconscientes del personaje y en el contacto con nuestro centro, solía aparecer de manera natural una expansión de conciencia. Ésta, en dirección vertical.

         Este despertar vertical a veces se produce en forma de experiencias inesperadas, como una especie de flash. Pero después se va descubriendo que esto siempre ha estado aquí disponible, y poco a poco se va descubriendo que existen unos campos de energía más sutiles, una  energía mucho más fina que la mental, que la afectiva o la vital, y que se viven como cualidades distintas.
         Hay un campo de felicidad extraordinaria; es un campo de luz-felicidad, amor y gozo sin límites (…). Hay otro campo de tipo mental, también de luz pero distinta, es como la matriz de las cosas que existen(…).Y hay otros niveles que se viven como campos de energía(…). Cuando la persona descubre esto, cuando irrumpe en su conciencia personal habitual, se vive siempre como algo extraordinario, algo que trastorna completamente el pequeño mundo que hemos construido con ideas, creencias y hábitos.

         Cuando Blay dibujó esta ampliación de la realidad en dirección vertical, creo que la mayoría de oyentes pensamos lo mismo: ¿estaba hablando de Dios? ¿Había Dios en la autorrealización? Pero la clave de estas preguntas estaba sorprendentemente en el primer punto de aquellas sesiones.

         El contacto con los niveles superiores tiene una calidad, una plenitud y un valor no comparables con lo que se vive normalmente en las experiencias personales, por esto la persona siempre cree que se trata de  algo distinto a ella, porque está identificada con el yo idea. Yo creo ser mi cuerpo y unas experiencias determinadas, unas ideas y unos hábitos, y cuando de repente vivo algo diferente por fuerza le atribuyo una identidad diferente de la que creo ser. Y no es así. De hecho estos niveles (superiores) son una dimensión más de nosotros mismos, son nuestra conciencia superior, nuestra conciencia y dimensión espiritual, lo que quiere decir que siempre podemos tener un posible acceso a ello.

         No sé los demás, pero al menos yo iba de sorpresa en sorpresa . De la imagen de un Dios superior  y máxima expresión de todo lo bueno, frente a  un ser humano que necesitaba de todo, incluso que le redimieran, según nos habían inculcado, de algo que en el origen había hecho muy mal la primera pareja de  humanos, se pasaba a un yo constituido de una energía, un amor y una inteligencia esenciales que podían llevarnos a una plenitud inimaginable. Pero, ¿había también lugar para hablar de Dios en la propuesta de Blay?

         Dios no es ningún concepto. Hablar sobre Dios es como hablar sobre la comida sin comer. Y Dios no ha de ser un concepto. Dios ha de ser la experiencia viva de la realidad inmanente en mí y en todo. El concepto tiene sentido como señal, como indicador, pero la mente se agarra al concepto como si fuera la cosa, y convierte a Dios en cosa. Dios, que es el sujeto último, queda convertido en objeto al decir la palabra Dios.

         Sin embargo, a veces Blay no tenía más remedio que usar la palabra Dios, o el Absoluto, o el Ser Primordial para referirse a una realidad que era a la vez impersonal y personal. Y no negaba en modo alguno, al contrario, la posibilidad de expresarse desde lo más hondo ante esa Presencia.

Toda esta parte de los niveles superiores  suscitaba muchas preguntas que Blay no rehuía, pero tampoco alentaba. Clarividencia, telepatía, viajes astrales…y la inevitable reencarnación.  Sobre ésta, respondió así:

         Yo no creo en la reencarnación. Para mí la reencarnación es un hecho.

         Para precisar más tarde que lo que se reencarna no es el personaje, ni las ideas, ni los hábitos, sino la identidad individual que toma nuevos vehículos. Recordaba hechos vividos por él muy concretos en reencarnaciones  anteriores, pero no quiso dar detalles. No quería que nos perdiéramos en experiencias que resultaban muy atractivas, pero que nos podían distanciar de la tarea primordial: la conexión con nuestro yo profundo, la superación de nuestro personaje, el desarrollo de la atención. En definitiva, nuestra capacidad para mirar y para descubrir  a través de la experiencia nuestra naturaleza luminosa. Para Blay era muy importante llegar a las vivencias espirituales con el trabajo previo, el psicológico, lo más avanzado posible.

         He de anotar aquí que, cuando Blay escribía y explicaba lo que vengo apuntando, él ya llevaba casi cuarenta años viviéndolo. Eran los años setenta y ochenta del siglo pasado. Hoy los que saben de psicología  consideran a Antonio Blay el precursor de la Psicología Transpersonal en España. Entonces no creo que nadie hablara aquí como él lo hacía. Su enfoque no tenía acompañantes. Aparentemente había hecho un gran trayecto en solitario. Es cierto que había una larga bibliografía en algunos de sus libros. Y también estaban sus viajes a la India y su contacto con el yoga y con el pensamiento oriental. Pero aquella propuesta hacia la autorrealización que él nos ofrecía, con etapas ordenadas de comprensión y ejercicios correspondientes, todo aquello era muy original. No recuerdo si entonces lo vi con tanta claridad como con en años posteriores se me ha hecho evidente.

Lo que entonces no dejaba de sorprenderme era como su simple presencia irradiaba una inagotable música interior entre los asistentes a sus charlas. Y lo mejor era que esa música estaba también en nosotros, en espera de que la descubriéramos. Pero pasaban los días, las sesiones y los hallazgos, y yo no dejaba obstinadamente de preguntarme por  el misterio que para mí tenía aquella vida singular.


         La única revelación de Blay

Ha sido muchos años más tarde cuando encontré un documento impagable  
sobre su vida. Bastante después de la muerte de Blay, su hija Carolina hizo una página web dedicada a la obra de su padre. En ella se ofrecía la posibilidad de descargar discos de sus cursos. Así lo hice con uno impartido en Bilbao en 1978, que no conocía, y en él descubrí que en una ocasión, y seguramente en ninguna más, Blay había hablado de su vida. No porque considerara que tenía interés por ser la suya, sino porque a través de algunos recortes autobiográficos quienes le escuchaban podían entenderse mejor a sí mismos y el alcance de aquel viaje a la autorrealización que él invitaba a experimentar.

         La historia ocurrió cuando Blay tendría unos diecisiete años. Subrayaba en el curso que tanto su infancia como su vida de muchacho  consideraba  que habían sido muy mediocres: en los estudios, en los contactos humanos…Y que estaba en una época en que se hacía preguntas esenciales como tanta gente: que si Dios existía, que si había otra vida, si tenía algún sentido la existencia. Pero nada de lo que leía le convencía. De repente, un día le sucedió algo completamente imprevisto y de lo que no tenía ni la menor idea:

         La historia empezó para mí cuando tenía 17 años. Una noche me desperté fuera del cuerpo en un estado de felicidad inconcebible, fabuloso. Una luz que era un gozo inenarrable, sin límites, algo de lo que yo no tenía absolutamente ningún precedente, ninguna teoría, ninguna noción teórica en absoluto. Era la felicidad total. Pero lo curioso es que en esa felicidad yo tenía la evidencia de que eso era Yo, de que no era una cosa ajena a mí, sino que esa era mi identidad. Yo en esa felicidad era yo mismo del todo.
         Y yo no sabía que esto era posible. No tenía ningún fervor especial. Tenía una vida diaria muy triste, me sentía profundamente alejado de todo. Había en mí una demanda, una nostalgia que  no sabía formular. De ahí surgió una necesidad de buscar, de ir a ello y no que me tuviera que llegar así, como caído del cielo. Decidí no creer en nada. Me desprendí de mis libros. Mi propósito de investigación surgió entonces. De esto hace 37 años. Entonces no había libros sobre todo aquello.
 No obstante, recuerdo un día que, como consecuencia de esta primera experiencia, en ese estado de embriaguez interior, de felicidad, de plenitud, me encontré yendo por la calle, y me metí por una callejuela, y luego torcí y encontré una librería. Entré dentro como un sonámbulo y me fui directo a un sitio y compré dos libros que no había oído en mi vida hablar de ellos. Uno era un curso que trataba de la conciencia cósmica. Algo me condujo al sitio para escoger el libro que yo no sabía que existía y que se refería a lo que  acababa de vivir.

Blay no ocultaba que aquella vivencia fue el principio de su nueva vida. Todo lo que vino después: estudios, lecturas, viajes, yoga, toda la investigación que inició y prolongó a lo largo de toda su existencia, así como la decisión de comunicar sus hallazgos a quien quisiera oírle, todo ello nacía de la semilla de aquella noche a los 17 años, y de otras  vivencias posteriores, algunas de las cuales también explicó. Y todo aquel caudal de conocimiento tenía el objetivo de llegar a la gente para que  recorriera su propio camino hacia aquella claridad dichosa que un día irrumpió en su conciencia.

Esa experiencia me dio la demostración de que existe una realidad superior hecha de felicidad y que no tiene nada que ver con ninguna teoría. Eso que me vino por las buenas, es evidente que constituyó para mí algo fundamental, y que luego yo, desde abajo, traté y aprendí a volver a ello. Y ahí está el interés. O sea que hay un modo de que podamos tener acceso directo a esa realidad superior, a nivel de felicidad, aunque personalmente nos sintamos metidos dentro de nuestra estructura personal y limitada. Así descubrí lo que realmente es el sentido de una forma de meditación o una forma de oración, la oración contemplativa.
                  
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Si al principio de estas notas decía que “Antonio Blay estuvo aquí”, tras recuperar ahora documentos, libros y testimonios sobre él, veo que podría completar aquel titular con un “pero sigue aquí”.  Hay acuerdo en que la influencia de sus propuestas no ha caducado, antes bien ha propiciado nuevos frutos.

Se atribuye a Blay una frase que más o menos venía a decir que las personas maduramos por sufrimiento o por discernimiento. O el dolor nos despierta, o el conocimiento buscado nos orienta, dicho de otro modo. Es mi impresión que Blay conocía a fondo el dolor humano, aunque en sus cursos no lo expresara con dramatismo, y sabía que había una posibilidad de evitarlo, en gran medida, mostrando y facilitando el acceso a nuestro centro, si lo buscamos con sinceridad y con perseverancia. Dedicado a ello, lo conoció bastante gente, y en cierto modo, yo también.

Blay afirmaba con naturalidad que no tenía miedo a la muerte. Que la muerte no existe. Que es simplemente otro proceso de vida. Tal vez  por ello, cada vez que “he vuelto” a su casa, le he oído aún decir algo nuevo que he querido añadir a mis notas. Como esto último:

El hombre está irremediablemente condenado a ser feliz, pese a su heroica resistencia. 


                                   Antonio Blay (1924-1985)
                               



lunes, 29 de octubre de 2012

Sigues siendo tú




Siempre el mismo ritual cuando su padre acababa la sesión de radioterapia. Remontaban el sótano del viejo hospital con aquel  ascensor  imprevisible, avanzaban cuidadosamente hasta la calle y él le dejaba junto a un inmenso y vigilante árbol por si el hombre se cansaba de apoyarse en el bastón, mientras iba a por el coche .

         Y la conversación, siempre tan parecida. “Bien, me ha ido bien.” “¿Hoy te ha tocado la rubia?” “Sí, es la que más me gusta. Es muy campechana.” “¿Notas algo?” “Nada, no me noto nada.” “Estupendo. Y además te han cogido enseguida.” “Sí, fíjate, son las siete y ya hemos acabado.” “Mamá se va quedar de piedra cuando vea que estamos de vuelta.”  Él pensaba a veces que aquel cuerpo extraño que le habían encontrado a su padre en un pulmón apenas pintaba nada en el día a día. Habían conseguido que el problema se redujera a conseguir aparcamiento cerca del hospital, a que le tocara la enfermera simpática, a no notar molestias y a acabar lo antes posible. El póker del éxito en aquellos días de radioterapia. Del éxito momentáneo. Pero, ¿quién quería mirar más allá de aquellas sesiones?

         Ochenta y cinco años suele considerarse una edad razonable para vivir la vida cerca de la rampa de salida. Pero cuando él recogió un mes antes los resultados que habían fotografiado aquel cuerpo inquietante en un rincón del pecho de su padre, se le vino el mundo encima. ¿Así que a su familia también le había llegado aquella enfermedad? ¿Por qué no lo había previsto? ¿Qué les decía a sus padres? ¿Cómo medir la información para no engañar y para no dañar? ¿Era eso posible?

         Su padre había sido el hombre de confianza de un notable abogado. Comenzó como pasante cuando ambos eran jóvenes. Y se jubiló oficialmente poco antes de que lo hiciera el abogado, que acabaría dejando el bufete a su hijo. Pero allí nadie se jubiló del todo. El fundador seguía yendo cada día a supervisar, a orientar, a corregir, incluso a reñir a su sucesor. Y el que fuera pasante mantenía su mesa, revisaba a diario el BOE y suministraba información al hijo sobre antiguos clientes que aún lo eran. Junto a la lealtad al abogado, dos virtudes cimentaron la confianza en  su trabajo durante cuarenta y cinco años. Una letra exquisita, como de amanuense medieval, imprescindible en los principios del bufete, y una memoria prodigiosa que recordaba datos perdidos sobre asuntos y personas lejanos. Seguir a ratos en su mesa de siempre era una forma de seguir en el mundo. Incluso en aquellos días de radioterapia, el hijo acompañaba a su padre dos mañanas por semana al despacho. Tal vez formara parte de la curación. Recluirlo en casa seguro que le hubiera hundido.

         Cuando acabaron las sesiones previstas, el radiólogo prescribió un mes de descanso, tras el que habría que hacer un TAC, y según hubiera ido la evolución del tumor, ya decidirían. Se sumergieron, pues, en una nueva rutina casi parecida a la vida anterior a la enfermedad, de la que, por cierto, seguía sin hablarse. Dos pequeñas novedades vinieron a incordiar el plan de calma absoluta. Unos escozores a los que había que aplicar cremas dos veces al día y un cansancio, al que llamar ligero no era del todo exacto.

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Hay días en la vida que se nos caen encima sin avisar y no es posible ni apartarse, ni  echarle la culpa a nadie. Cuando fueron a la visita tras el mes de descanso, en ningún momento habían previsto la cara seria del médico al repasar el informe  del TAC. Dijo que lo del pulmón había reducido su tamaño, pero que habían encontrado algo en el hígado. Y les remitió a cuidados paliativos. El padre no pareció entender mucho lo que  pasaba. Para el hijo, aquello fue demasiado. Él no quiso alargar la conversación con el padre delante. Éste le dio las gracias al doctor, como nunca olvidaba hacer, y salieron del despacho, pero ninguno de los dos sabía exactamente adónde ir. De momento a casa, que parecía el lugar más seguro. Pero el hijo necesitaba saber más y enseguida ideó un engaño. Que se había dejado unos papeles en la consulta, que le esperara sentado en el vestíbulo y que volvía enseguida. Le salió bien la astucia, pero nada más le salió bien. A solas le aclaró el médico que no se esperaba aquello. El tumor había tenido descendencia y parecía muy agresiva. No valía la pena irradiar más. Dos, tres meses como mucho. Ya verían que era buena gente la del equipo de curas paliativas.

Llevó a casa a su padre explicándole que lo del pulmón estaba mejor y que de momento no querían hacerle más radiaciones. Y que los nuevos médicos cuidarían de que tuviera las mínimas molestias. Al padre le pareció bien el plan y no hizo preguntas. Nunca las hacía. Sólo le dijo si le iría bien llevarle al día siguiente al despacho. Había unos boletines que quería revisar cuanto antes.
  
Fue un poco extraño lo que le sucedió al hijo tras dejar a su padre en casa, dar una versión blanda de la situación a la madre, que tampoco hizo preguntas, y comer deprisa, inventándose una reunión de trabajo. Aquel día no soportaba mirar a sus padres con tanto engaño en el estómago. Se despidió sin llevar siquiera los platos a la cocina.

El tiempo que se les  acercaba, imaginó, era como una esfinge en medio del camino. O acertabas sus dilemas o te devoraba, decía aquel monstruo. Pero a él le pareció que hiciera lo que hiciera, la esfinge no les iba a dejar seguir adelante con su vida de siempre. Se sentó en un banco y cerró los ojos. Si algo bueno podía pasarle a su padre,¡que le llegara en aquellos días que se estaban acercando tan deprisa! Y soltó sus palabras como quien suelta un globo rojo.

Extrañamente recordó entonces que la botella de aceite de oliva Carbonell de su casa estaba en las últimas. Y fue al entrar en un colmado cuando oyó con claridad total el viejo transistor de la dueña. No supo a quién entrevistaban, pero cazó al vuelo que el hombre de la radio afirmaba que tras la muerte pervive la conciencia individual y se inicia otra forma de existencia. Por un momento no supo qué había ido a comprar. Todo en aquel día era verdad. Todo. Pero al derrumbarse un rato más tarde en su cama, no le quedaba ni un átomo de nada.
                           
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Los avisos del médico se cumplieron. Los de curas paliativas eran gente encantadora. Y la salud de su padre se fue deteriorando sin perder el tiempo. No hubo, afortunadamente, dolores físicos importantes. Si acaso, más cansancio y, sobre todo, una gran desilusión por la comida, un dato desmoralizador en un hombre que había tenido algunas de sus mayores alegrías entre cocidos y embutidos. Pero la nota más amarga de aquel tiempo de despedida vino por donde menos se lo esperaban, y por donde nadie les había avisado.

Un día fue no recordar el nombre del abogado para el que había trabajado tantos años. Otro, el de su sobrina más querida. Un día no salía la palabra “bolígrafo”. Otro, el nombre del mes en curso. El fastidio que le producía ir a por palabras que siempre le habían llegado como el rayo le fue minando. Hablaba menos y menos claro. La médica que le visitaba dos veces por semana empezó a preguntarle cosas. En qué año nació, dónde, de qué había trabajado, cómo se llamaba su esposa, su hijo. El hombre se batía como un jabato. De hecho, la primera vez se podría decir que aprobó con nota. Entre un seis y un siete, consideró el hijo, que tampoco entendía muy bien por qué estaba pasando todo aquello. Después ya supo que probablemente el cerebro había sido alcanzado por lo otro. Entonces, por primera vez, vio el final no solo inevitable sino necesario.

Y un día comprendió algo muy importante. Fue una tarde que estaban solos padre e hijo. El padre quería decirle algo pero no se le entendía. Y el hijo tuvo una pésima idea, que al principio le pareció muy buena. Le trajo papel y bolígrafo para que escribiera lo que quería decir. Él se puso manos a la obra y aquella letra impecable, que tanto le había distinguido como el pasante de abogado de mejor caligrafía, se convirtió en renglones torcidos, llenos más de garabatos que de palabras. El padre dejó ir el bolígrafo herido de muerte en un órgano vital que no aparecía en ninguna radiografía. Entonces él le dijo cuánto se alegraba de que fuera su padre. Y se le reveló ese algo tan importante. Lo escribió días después.

Sigues siendo tú.
Ahí dentro estás.
Hablas y cuesta entenderte.
Has olvidado en qué año estamos, en qué calle vives.
Seguirás olvidando y confundiendo.
Tomas el lápiz y tu impecable letra tiembla, se vuelve inútil.
Te cansan tantos intentos para pedir un simple vaso de agua. Tantos intentos para seguir estando con nosotros, como siempre estuviste. No puedes comentar nada.
Pero eres tú.
Con una seguridad inexplicable, sé que eres tú. Sé que tras ese derrumbe biológico que cada día nos trae algo nuevo, estás tú y eres tú. El de toda la vida.
Calladito con tu bastón, sentado en un banco y mirándonos a todos, estás ahí, en el fondo de ti mismo. Con una mirada lista y en calma. Como si esperaras un taxi privado.
Y quien te quiere y te mira sin prisa, se ha dado cuenta. Se ha dado cuenta de que estás entero, aquí, hoy. Mañana también lo estarás, aunque nadie pueda reparar esos cables sueltos de tu cerebro que no dejan de enredar.
Sigues siendo tú. Lo he sabido en un instante feliz.

Podría ser que algo parecido a la misericordia decidiera ocuparse de que aquellos días de palabras mudas y preguntas sin respuestas se acabaran más pronto de lo que nadie había previsto.



domingo, 14 de octubre de 2012

Cuando morir es volver



Podría parecer que al poeta se le fue un poco la mano cuando escribió estos versos:

                              Me voy,
                              zarpo  ahora,
                              y podría volver
                              si no me siento satisfecho
                              con lo que he aprendido
                              al haber muerto.

         Robert Frost nació en San Francisco en 1874 y murió en Boston en 1963. Sin embargo, poco podían imaginarse  sus lectores, o tal vez el mismo Frost, que el desafío teñido de humor de su poema se convertiría en investigación científica no muchos años después de su muerte.

         El fenómeno de las personas que , rodeadas de un equipo médico, son dadas por clínicamente muertas, pero que al cabo de pocos minutos recuperan la vida y más tarde explican su extraordinario viaje a un no-lugar llamado “más allá”, se viene estudiando a fondo en las últimas cuatro décadas. Como es sabido, se le ha dado el nombre de experiencias cercanas a la muerte (ECM) y los casos conocidos son, a día de hoy,  muchos miles. Ya en 1982 un sondeo realizado en Estados Unidos por The Gallup Organization concluyó que un 5% de la población estadounidense había experimentado una experiencia cercana a la muerte. En 1998 se hizo una encuesta en Alemania y el porcentaje fue muy parecido.

         Creo que la historia de la investigación de estas realidades empieza con este nombre: George Richtie. Richtie era un joven estudiante de Medicina en 1943, cuando fue ingresado por neumonía doble. Entonces los antibióticos no eran aún de uso corriente y, tras una fiebre muy alta y un gran dolor en el pecho, murió. Así lo certificó el médico del hospital. Parece ser que un enfermero presente no quiso aceptar que no hubiera nada que hacer y propuso administrarle una inyección de adrenalina en el pecho. A los nueve minutos de su muerte clínica, George Richtie volvió a la vida. Tenía mucho que contar pero durante años no se atrevió.

                                     
         Con el tiempo se convirtió en psiquiatra y comenzó a compartir su experiencia en clases y conferencias. Por fin, en 1978, escribió un libro: “Regreso del mañana”. Richtie había vivido, en aquellos minutos de muerte clínica, algunas de las vivencias más características de este estado: dejar su cuerpo y observarlo tumbado en una cama de hospital, poder volar y ver los acontecimientos de su vida. Pero también otro rasgo más singular, como viajar a otras dimensiones. Lo recordaba todo con gran precisión.

         Uno de los asistentes a una de sus conferencias fue un estudiante de Filosofía llamado Raymond Moody. La historia de Richtie le impactó pero simplemente la guardó en su memoria. Fue cuatro años más tarde cuando Moody conoció a un estudiante de su universidad que también había regresado tras estar clínicamente muerto. Lo sorprendente era que su historia tenía muchos puntos de contacto con la de Richtie. Este fue, probablemente, el despegue de todos los abundantes estudios que luego se han ido produciendo, ya que Moody  inició entonces una  búsqueda de casos de resucitación clínica y pronto le fueron llegando historias. Tantas como para escribir el libro fundacional de las ECM: “Vida después de la vida”, del que se han vendido en todo el mundo 15 millones de ejemplares.

                    

         La clave de estos estudios, y lo que tiene especial sentido para tantos lectores, es que las historias se parecen mucho. Moody ha llegado a señalar doce características de estos viajes insospechados. Aunque no se repiten los doce rasgos siempre, la práctica totalidad de estas historias giran en torno a  algunas, o muchas, de estas vivencias. La que sigue es una de ellas.

         Fue en setiembre de 1978 cuando esta mujer se puso de parto. Ella y su marido fueron al hospital con la comadrona. Todo parecía normal. Sin embargo, cuando ingresó en el quirófano, enseguida el equipo médico comenzó a moverse con nerviosismo y a comunicarse en voz baja. No le respondieron a la pregunta de si algo iba mal, pero le insistieron en que empezara a empujar. Ella les dijo que aún no tenía contracciones. Alguien acercó con prisa la mesita del instrumental quirúrgico. El marido se desmayó, y esto parece que fue lo último que vio aquella mujer. Lo que siguió ya era cosa de otra dimensión. Así lo contó ella cuando regresó.

         De golpe me doy cuenta de que estoy mirando hacia abajo, observando a una mujer tendida en la cama con las piernas sobre los estribos. Veo a las enfermeras y a los médicos, presas del pánico. Veo un charco de sangre sobre la cama y en el suelo. Veo unas enormes manos presionando con fuerza la barriga de la mujer. Y entonces veo a la mujer dando a luz a un niño. Se llevan al bebé a otra habitación de inmediato. Las enfermeras parecen abatidas.

         (…) De nuevo soy testigo de una gran conmoción. Veloz como una flecha, vuelo a través de un túnel oscuro. Me embarga un sentimiento de paz y dicha que me sobrepasa. Me siento intensamente satisfecha, feliz, serena y llena de paz. Oigo una música maravillosa. Contemplo hermosos colores y flores primorosas  de todos los colores del arco iris en un vasto prado. A lo lejos hay una bellísima luz, brillante y cálida. Ése es el lugar hacia el que debo marchar. Vislumbro una silueta con vestimenta clara. Esa figura me está esperando y extiende una mano. Tengo la sensación de que se trata de una bienvenida efusiva y afectuosa. Cogidas de la mano, nos movemos hacia esa hermosa y cálida luz. Entonces ella se desprende de mi mano y se da la vuelta. Siento que algo está tirando de mí. Reparo en una enfermera, que me abofetea con fuerza las mejillas y me llama por mi nombre.

         Esta mujer había tenido una hemorragia al comenzar el parto, pero al principio nadie se percató. La criatura nació muerta y ella también lo estuvo. En 1978, cuando esta historia sucedió, quienes vivían una experiencia cercana a la muerte solían guardarla en silencio. Era algo extraño; apenas había estudios sobre ello; la gente desconocía que era una vivencia bastante común en personas recuperadas de una muerte clínica, y nadie preguntaba  a los protagonistas qué recordaban de su muerte. Esta mujer tardó veinte años en encontrar a alguien (en su caso un psicólogo que la trataba de una depresión) que supiera de qué iba todo aquello y la animara a escribirlo. El salto adelante en el conocimiento general de las ECM , en estos últimos tiempos, ha sido debido al empeño y a las investigaciones de médicos y sociólogos. Quiero destacar, entre bastantes más, dos nombres decisivos.

         El primero es Elisabeth Kübler-Ross. Doctora en Medicina, “honoris causa” por varias universidades, era una experta mundial en tanatología y autora de libros conocidísimos, no solo entre el personal sanitario, sino entre el público en general, como “Sobre la muerte y los moribundos”. Fue precisamente su dedicación intensa al cuidado de  los enfermos incurables, cuando la medicina solía retirarse al concluir que ya nada se podía hacer, la que le llevó sin pretenderlo a descubrir un caso de experiencia cercana a la muerte: el de la señora Schwarz, muy parecido al relatado anteriormente. Lo explica en su libro “La muerte: un amanecer”. A partir de ese momento, Kübler-Ross puso en marcha  una investigación en varios países, con gentes de todas las edades, razas y creencias, de personas que tenían algo que explicar tras estar  clínicamente muertas. Las conclusiones de su estudio coinciden con otros y ella las resumió así en un texto de 1980:

         Desde el momento en que dejamos nuestro cuerpo físico nos damos cuenta de que no sentimos ya ni pánico, ni miedo, ni pena. Nos percibimos a nosotros mismos como una entidad física integral. Siempre tenemos conciencia del lugar de la muerte, ya se trate de la habitación donde transcurrió la enfermedad, de nuestro propio dormitorio en el  que tuvimos el infarto o del lugar del accidente. Reconocemos muy claramente a las personas que forman parte de un equipo de reanimación o de un grupo que intenta sacar los restos de un cuerpo del coche accidentado. Estamos capacitados para mirar todo esto a una distancia de metros sin que nuestro estado espiritual esté verdaderamente implicado.


         Los estudios que impulsó Kübler-Ross abarcan tanto casos de resucitación como experiencias en coma o con moribundos. Kübler-Ross ha subrayado en sus conclusiones uno de los rasgos de las ECM: la presencia de seres queridos que habían muerto ya, aunque fuera muy poco tiempo antes, recibiendo a quien acababa de fallecer. Nadie muere solo, decía una y otra vez. La siguiente historia, en este caso de una mujer en su último suspiro, refleja este rasgo del viaje al más allá.

         La protagonista era una joven india americana. Fue atropellada y el conductor se dio a la fuga. Un extranjero acudió a auxiliarla. Cuando la tenía en sus brazos, la joven le dijo que se estaba muriendo, pero que había algo muy importante que podía hacer por ella. Si un día iba a la reserva india en que vivía su familia, que le dijera a su madre esto: “Que estaba bien y que su padre estaba ya muy cerca de ella”. Así expiró.

         El hombre se dirigió de inmediato a la reserva, que se hallaba a mil kilómetros del lugar del accidente. Cuando se lo explicó a la madre, ésta le informó de que el padre de la joven había muerto de un fallo cardiaco sólo una hora antes del accidente de la hija.

Los estudios sobre ECM no han dejado de crecer en las últimas décadas. Uno de lo más actualizados y completos  es “Consciencia más allá de la vida”, del cardiólogo holandés Pim van Lommel.

                                                
         En 1969, ya ejerciendo en un hospital, Van Lommel consiguió recuperar de un paro cardiaco a un paciente que había estado cuatro minutos inconsciente y con el corazón parado. Todo el equipo celebró el éxito, menos el paciente, que se mostró de entrada decepcionado por lo que había tenido que abandonar al volver a la vida. Un túnel, luz, colores, música, un hermoso paisaje componían la vivencia sorprendente de la que no deseaba marchar. Pim van Lommel no sabía de qué estaba hablando aquel hombre.

         Pero en 1986 leyó el libro que ya cité al principio: “Regreso del futuro” de George Richtie, y decidió indagar entre los pacientes que en su centro médico hubieran sobrevivido a una muerte clínica. Para su sorpresa, escuchó doce relatos, sobre un total de cincuenta reanimados, con rasgos muy parecidos. A partir de ahí comenzó su propia investigación durante veinte años, cuyo fruto es este “Consciencia más allá de la vida”. Son muchos los casos que relata. Escojo uno especialmente sorprendente.

         Vicki nació prematura, en 1951, y en la incubadora se  le suministró  oxígeno al 100%. Esto le provocó una ceguera total. A los 22 años sufrió un gravísimo accidente de coche que le produjo fractura de la base del cráneo y conmoción cerebral. En el hospital se afanaron en recuperarla, al principio sin éxito, cuando sus constantes fallaron. Lo relevante es que Vicki vio todo lo que estaba intentando el equipo médico. Para ella fue terrorífico en un primer momento, pues nunca había visto nada. Consiguió reconocerse por el anillo de boda (que conocía por el tacto) y por su pelo. Después dejó el hospital y llegó a donde, tal como explicó, “había árboles, pájaros y bastante gente, pero todo ello estaba hecho como de luz  Y podía verlo, y era increíble, realmente bonito, y me sentía aturdida por esa experiencia, porque antes ni siquiera era capaz de imaginar cómo era la luz.”

         Vicki contó que fue recibida por dos compañeras del colegio, Debby y Diane, también ciegas, que habían fallecido años atrás. Ya no eran niñas, y  “en aquel lugar parecían brillantes y hermosas, sanas y vitales.”
De nuevo el papel de los seres que reciben a quien comienza a adentrarse en el espacio más desconocido para los seres humanos. Van Lommel recoge más relatos que abundan en este hecho. Éste es otro de ellos.

         Durante mi experiencia cercana a la muerte a consecuencia de un paro cardiaco, vi tanto a mi abuela ya fallecida como a un hombre que me observaba afectuoso pero al cual yo no conocía. Transcurridos más de diez años, mi madre me confió en su lecho de muerte que yo había nacido de una relación extramatrimonial; mi padre biológico era un hombre judío que había sido deportado y exterminado en la Segunda Guerra Mundial. Mi madre me enseñó una fotografía. El hombre desconocido que había visto más de diez años antes durante mi ECM resultó ser mi padre biológico.

         Hago ahora un alto en las historias para formular una reflexión que reclama unas líneas. Se trata de una conclusión posible de estos relatos, recogida y tratada por Van Lommel y otros investigadores. Si el cerebro queda inactivo durante la experiencia cercana a la muerte (se han hecho comprobaciones irrebatibles, como el famoso caso de Pam Reynolds), todo apunta a que la mente humana puede actuar sin el cerebro, es decir, sin base biológica. Y, por tanto, aunque el cuerpo quede fulminado, el ser humano es algo más, mucho más, que continúa más allá de la vida, o mejor, en una siguiente etapa de la vida. No hace falta subrayar la trascendencia de esta posibilidad, hacia la que apuntan todas estas experiencias.

         Y ahora, una referencia personal. Mientras buscaba información para este “Cuando morir es volver”, yendo de caso en caso de regresos del más allá,  recibí el anuncio de la visita de unos amigos de mi familia. Se trata de un matrimonio en la década de los setenta, residentes a unos 400 Km. de mi ciudad, que una vez al año viajan para pasar unos días con todos nosotros. Y aquello que llamamos el misterio de la vida volvió a actuar, no sé cómo ni por qué. Yo había olvidado que ella estuvo clínicamente muerta. Sucedió hace más de veinte años. La llamaremos María. A su marido,Gabriel. Son personas comunicativas, aunque de este hecho nunca habíamos hablado. María no tuvo ningún problema en abrirme la puerta de su experiencia, aunque el rato en que conversamos estuvo rodeado de cierta solemnidad. Gabriel la escuchaba. Él también tuvo su papel, en el lado de acá, en este viaje de María, que transcribo con sus propias palabras.

         Un día al despertar me di cuenta de que había tenido un sueño y se lo expliqué al momento a mi marido. Se trataba de que me llevaban al hospital para hacerme una revisión completa. El caso es que entonces yo no me sentía mal, pero no lo dudamos y fuimos al hospital siguiendo el sueño. El primer médico me dijo que notaba algo en la matriz. El segundo, el ginecólogo, lo confirmó y quiso que me hiciera una ecografía. Así me detectaron un tumor del tamaño de un garbanzo en la matriz. Me propuso operar y yo no quise retrasarlo. Quedamos para la misma semana. Cuando estaba en la operación comenzó todo para mí.

         Sucedió al final de la intervención. El corazón de María se apagó. El médico salió del quirófano y tuvo que comunicarle a su marido que lo lamentaba mucho, pero que su esposa se les había ido. Tan irreversible fue el mensaje, que Gabriel llamó sin demora a los parientes más próximos para comunicar la defunción de María. Sin embargo, al cabo de un rato una enfermera, alborozada, le fue a buscar para darle la sorprendente noticia. El corazón de María había vuelto a latir. Estaba recuperando la conciencia. Lo que viene a continuación es lo que ella había vivido en aquellos minutos trágicos para su marido, y tan distintos para ella.

         De pronto me encontré viendo desde arriba cómo operaban a una mujer, que entonces no reconocí que fuera yo. Enseguida se formó a mi alrededor una energía luminosa; había muchos puntitos dorados. No era exactamente un túnel, pero la energía se iba abriendo paso mientras me llevaba adelante. No había ningún sonido, si acaso como una suave brisa que daba paz. Aunque al principio no había nadie, yo me sentía arropada por aquella energía. Divisé al fondo un grupo de gente con túnicas blancas. Vi un jardín, plantas, árboles ¡todo era precioso! Y una de aquellas personas abrió los brazos para recibirme. Yo quería llegar ya a ellos. Pero entonces se oyó una voz: “María, aún no es tu tiempo”. Esto es lo que dijo exactamente, y quien me esperaba con los brazos abiertos, los bajó de inmediato. Y fue como si la misma energía que me había llevado hasta allí me devolviera a mi cuerpo, aquel que al principio no había reconocido como mío.

         Los investigadores de estas experiencias han llegado a la conclusión de que quienes las viven salen transformadas de ellas, suelen dar un salto espiritual muy importante. Pregunté a María si algo había cambiado en ella.

         Sé positivamente que hay algo después. No tengo ningún miedo a morir. También sé que no se nos castiga. Somos nosotros los que nos castigamos con nuestras acciones.
         Y no me siento nunca sola. Agradezco cada día todo lo que tengo.

         Muchas otras historias, muchos otros nombres de investigadores podría añadir a la lista de protagonistas de este “Cuando morir es volver”, pero hay que poner un punto final. Sin embargo, tengo la sensación de que esta historia de revelaciones del camino desconocido que nos espera a todos, no ha hecho más que empezar.